Dos o tres cosas sobre el racismo que se me han ocurrido después de ver la serie de Harry y Meghan en Netflix.
¿Viviremos alguna vez en una sociedad ciega al color de la piel de la gente? Una sociedad en la que, cuando vemos a un hombre negro no vemos en primera instancia a un negro sino a un hombre. En la que nadie se dé cuenta de que eres blanca, asiática, hindú, latina, lo que sea, sino que eres en ante todo solo una mujer, a la que se le añaden después los atributos necesarios, nacionalidad, profesión, carácter, etc.
Por el momento, está claro que este no es el caso. Todos somos identificados inmediatamente — cuando no se sabe nada de nosotros, no se sabe cómo nos llamamos, qué nacionalidad tenemos, qué hacemos en la vida— por nuestra apariencia: color de piel, tipo de pelo, ojos, nariz, facciones, rasgos físicos en general. Esto no es que sea malo en sí. La apariencia externa le ayuda al otro a hacerse una idea (no necesariamente correcta pero eso no importa en el momento) de la persona desconocida que tiene enfrente, y lo prepara para saber cómo tratarla y para saber qué puede esperar de ella. Lo malo está cuando esa identificación viene acompañada de prejuicios culturales y raciales, como suele suceder.
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¿Llegaremos alguna vez a vivir en un mundo en el que no exista la más mínima sombra de racismo, un mundo en el que nadie se fije en qué color de piel, qué tipo de cabello tienen los otros, en el que estos rasgos externos no le importen a nadie? A juzgar por lo que se ve en estos tiempos no creo que nos podamos hacer muchas ilusiones.
Hoy el fútbol es deporte de la máxima atención, cantaba Sarita Montiel, la ‘reina del Chantecler’, en un viejo elepé de comienzos de los años sesenta que teníamos en casa. A mí me encantaba poner ese disco y me sabía de memoria la letra de todas las canciones. Algunas de estas debieron dejar una huella tan grande en mi memoria que hasta la más vaga asociación me hace recordarlas y sin darme cuenta comienzo a tararearlas. 

