Entre 1985 y 1996 -viviendo, primero en París, después en Ámsterdam, y más tarde en la ciudad de Washinton DC- escribí unos pocos cuentos, pocos, que siempre conservé en una vieja carpeta. Ahora, muchos años más tarde, me he puesto a desempolvar algunos de estos viejos manuscritos, y a subirlos a este espacio en el que algunas personas, por casualidad, un día cualquiera pudieran toparse con ellos.
***
El regreso de Maxime

Al entrar en el compartimento, la primera impresión que tuve me llegó por la nariz: un olor suave que inmediatamente me desencadenó en la cabeza un montón de emociones que creía perdidas. Ese era el olor del escaparate de mi abuela. Cuando ella lo abría para sacar o meter alguna cosa, toda la habitación se llenaba de ese aroma que debía ser una mezcla de lo que ella guardaba allí. Los polvos para el cuerpo que ella acostumbraba a ponerse después de que se bañaba. Era un perfume de sándalo que se escapaba de la caja de cartón en donde venía el polvo y se mezclaba con el olor de la seda y los encajes de sus blusas perfectamente dobladas en las gavetas. Se mezclaba también con los papeles finos de colores en los que ella envolvía unas figuras de porcelana que había recibido alguna vez como regalo y que no se atrevía a poner en las repisas de la sala no fuera a ser que se rompieran. Pero el sándalo se mezclaba sobre todo con los paquetes de dulces y galletas que mi abuela guardaba bajo llave. Eso era lo que más me atraía de ese mueble. Cada vez que la veía metiéndose las manos en el bolsillo para sacar las llaves, yo sabía que iba a abrir el escaparate, y me iba tras ella con la ilusión de un caramelo de fruta o de una galleta de almendras.
Ahora, buscando el número 117 del asiento que me correspondía, me acababa de encontrar con esa fragancia de viejas crinolinas, azúcar y madera encerrada. La única persona en el compartimento era una mujer de unos cincuenta años, vestida con bastante elegancia. No había nada en común entre esta mujer y Maxime, mi abuela por parte de madre. La mujer del tren estaba sentada al lado de la ventanilla y ni siquiera me miró cuando entré. Me senté en silencio en el otro extremo de la banca, y me puse a respirar hondamente el perfume del ambiente, preguntándome de dónde podía provenir ese olor.
Si el olor provenía de esa mujer, ¿cómo podía parecerse tanto al del armario de mi abuela, a un olor que se había formado por la acción de los años y de ciertos hábitos de Maxime? Me parecía imposible que algo así se repitiera en otro sitio y en otro tiempo. Se necesitaría reconstruir las mismas condiciones en las cuales ese olor apareció aquella vez.
La mujer seguía imperturbable en la misma posición, las piernas cruzadas, mirando distraídamente por la ventanilla, ignorándome completamente. Tal actitud, viniendo de otra persona me habría parecido hostil e incómoda, pero debido al olor, yo me sentía invadido por un sentimiento de ternura que, de no haber sido porque soy un hombre muy controlado, me habría aproximado a ella y le habría recostado mi cabeza contra el pecho, que era como yo a veces me quedaba dormido, mientras mi abuela me sobaba los cabellos.
Hace tiempo no me acordaba de mi abuela. Ahora, el olor de su armario en un lugar tan inaudito como era un compartimento del tren París-Dieppe, a casi mil kilómetros de distancia de la casa en donde viví mi infancia con ella, me la hacía visualizar como si la tuviera frente a mis ojos. Después del rompimiento de mis padres me llevaron a vivir con ella. Dos o tres meses, dijeron, mientras se arreglaban las cosas. Pero el arreglo tardó más de lo previsto. Dos años. Después me llevaron a París con unos familiares de mi padre, y nunca más volví a ver a mi abuela. Yo acababa de cumplir diez años. Ha pasado tanto tiempo desde entonces, que ahora yo soy más viejo que ella el día de nuestra despedida.
En el instante en que el tren comenzaba a ponerse en movimiento, pude ver por la ventanilla a un hombre que corría a lo largo de la plataforma tratando de subirse por alguna de las portezuelas. Pero el tren fue ganando cada vez más velocidad y el hombre se quedaba atrás. No conseguiría subir, supuse. Sin embargo, unos minutos más tarde, la puerta de nuestro compartimento se abrió, y yo no pude reprimir un gesto de sorpresa al ver entrar al hombre del andén todavía agitado por la carrera. Llevaba colgado al hombro un maletín negro. “Por poco se queda usted”, le dije con admiración. Yo soy un tipo más bien tímido, no soy de esos a quienes gusta iniciar conversaciones con extraños en los trenes, pero esa vez no pude evitar expresar el asombro que me había causado su proeza. Pensé también que lo que me había llevado a hablar había sido la emoción causada por la presencia del olor de mis recuerdos. El hombre no contestó. Solo hizo una especie de no con la cabeza y se sentó en el asiento frente a la mujer de la ventanilla. Sacó del maletín un ejemplar de The Economist, y se puso a leer sin siquiera dirigir los ojos ni un instante hacia ella o hacia mí. Debía ser inglés, pensé, y no me había entendido.
Al rato, cuando el tren había ganado la velocidad definitiva del viaje, la mujer se levantó y salió del compartimento. Cuando pasó delante de mí, la falda de su vestido verde me rozó ligeramente las rodillas y yo tuve la impresión de que mi abuela acababa de acariciarme. En el asiento de al lado estaba su necessaire. Era de allí de donde provenía el olor, de algo que esa mujer guardaba en esa maleta de mano.
Aprovechando la ausencia de la mujer, le pregunté en inglés al hombre si por casualidad él no sentía allí cierto olor. El tipo hizo un gesto rápido con la nariz, dijo que no, y continuó leyendo como si nada. Estaba claro que el tipo no tenía el menor interés en comunicarse conmigo, por eso no insistí.
¡Cuántas veces no habré hecho yo este recorrido París-Dieppe! Muchas. Mi nombre es Pierre Leroy, tengo 62 años y vivo en París, en el número 25 de la calle Cadet. Hace 20 años que trabajo como representante comercial de una firma de productos de cuero, y hace por lo menos la mitad de ese tiempo que comenzamos a operar en Dieppe. Es por eso que viajo con frecuencia a Normandía. Dieppe es una ciudad que me gusta. Puesto que ya estoy cerca de la jubilación, he pensado comprarme una casa pequeña en una zona central e instalarme a vivir ahí el resto de mis días. Ya he empezado incluso a ver los anuncios en busca de alguna oferta que me convenga. Bueno, hasta ahora no son sino planes vagos. En realidad, aún no sé lo que quiero hacer cuando me jubile.
La puerta del compartimento volvió a abrirse, y ella pasó nuevamente rozándome las rodillas con el vestido. El olor volvió a acentuarse en mi nariz con su presencia. Ahora no quedaba duda: el olor venía de ella.
Entonces sucedió algo inesperado. Yo estaba seguro de que ellos dos no habían cruzado hasta el momento ni siquiera una mirada, por eso me extraño oír a la mujer en perfecto francés de acento mediterráneo: “¿No habrás olvidado llevar las cartas al correo?” Sin dejar de leer su revista, el hombre no dijo nada, solo levantó ligeramente una ceja. “¿Al menos pudiste hablar con él?”, insistió ella en tono más bajo. Entonces el hombre hizo un chasquido de fastidio con la lengua y dijo en inglés: “Por favor, Maxime, ¿quieres dejarme leer en paz?”
¡Maxime! Fue tal mi sorpresa que no pude evitar pronunciar el nombre en voz alta. Los dos me miraron sorprendidos y yo me puse nervioso. No sabía qué decir. ¡No solamente era el olor del escaparate sino la coincidencia del nombre! Además, todavía no salía de mi asombro por el hecho de que ellos se conocieran. Poco antes, ella lo había visto correr para alcanzar el tren sin inmutarse. “Disculpe, señora. No es mi intención ofenderla. Es porque conozco a alguien que también se llama así y que se parece mucho a usted, tanto, que estuve a punto de confundirla cuando entré”. Fue la manera torpe que tuve para salir de lío. ¡Cómo les iba a explicar el asunto del olor del escaparate! Habrían pensado que me estaba burlando. Peor, ella se habría ofendido de que yo la asociara con las cosas de una vieja.
“De modo que conoce usted a alguien que se llama Maxime. Mi marido piensa que es un nombre horrible”, dijo, volviendo la cabeza hacia la ventanilla como dando por terminada la conversación. El hombre hizo otra vez un chasquido de fastidio con la lengua.
Jamás se me habría ocurrido que eran marido y mujer. Él parecía bastante más joven que ella. “Discúlpeme otra vez señora”, dije al cabo de un instante. “Desde que le noté el enorme parecido con esa amiga mía, me entró la curiosidad por saber de qué parte de Francia es usted, si no le molesta decírmelo”. Enseguida me pareció que sí le molestaba. No tanto por el hecho de que yo le preguntara de dónde era, sino por lo del parecido con la supuesta amiga mía. A una mujer tan bien vestida como esa no debía agradarle mucho la idea de parecerse a la amiga de un tipo como yo de aspecto de empleado medio. “Yo nací en Mus”, respondió, “un pueblo pequeño del Languedoc donde ahora casi no vive nadie. Precisamente, ahora volvemos de allá. Fuimos a vender la casa que heredé de mi familia. Ahora vivimos en Londres y mi marido piensa que resulta costoso mantener una propiedad tan lejos”.
Era mediados de septiembre. El paisaje afuera se volvió de repente gris, y gotas de lluvia se estrellaban en silencio contra el vidrio de la ventana junto al rostro de Maxime. Ya debíamos estar en Normandía, pensé. Cerré los ojos y no pude evitar que mis recuerdos se agitaran. Me parecía ver la casa de mi abuela en la pequeña plaza de Mus, frente a una iglesia. Esta Maxime debía ser la hija del segundo matrimonio de mi madre. Por eso el olor. Ella debía estar llevando en su necessaire algo que había estado guardado en el armario de mi abuela. ¿Debía decírselo?
El paisaje de Normandía a veces tiene algo que me deprime de una manera que me gusta. Debe ser por el clima. Me gustaba la velocidad del tren, la lluvia silenciosa afuera, y la presencia de aquella insólita Maxime con el perfume de mis recuerdos más profundos. Sentí una tristeza placentera. Saqué de mi maletín el porrón de coñac que acostumbro a llevar en el bolsillo de la chaqueta y me di un trago largo. Por lo general, tengo ciertos reparos en hacer eso delante de otra gente, sobre todo de desconocidos, pero en ese momento no me importaba. Después de todo, ellos eran de la familia, me dije sonriendo para mis adentros.
Maxime había vendido la casa de mi abuela en Mus en la que, quién sabe, todavía estaría su escaparate oloroso a sándalo y a galletas de almendra. Lo que quedaba del viaje lo pasé recordando y vaciando la botella mientras advertía que el tipo me miraba de reojo. Cuando el tren se detuvo en la estación de Dieppe y ellos se levantaron para salir, me dirigí a Maxime: “Me parece que su marido olvida la revista en el asiento”. Entonces ella me contestó con la única sonrisa que le vi poner en todo el viaje: “Pero Robert no es mi marido, es mi hijo”. Y salió con su vestido verde, su necessaire y el aroma del armario de mi abuela.
Pensándolo bien, debería irme a vivir a Mus cuando me jubile.
París, 1987
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La señorita Cruz encuentra un mensaje
Empujó la puerta de vidrio que da acceso al café restaurante de la estación central. Una enorme maleta de cuero, el bolso negro colgándole al hombro, y una caja de pasteles eran más de lo que los delgados y cortos brazos de la señorita Cruz podían cargar al mismo tiempo. Hacía frío en el andén y todavía faltaba una media hora para que saliera su tren en dirección a Bellavista, en donde tendría que cambiar a un tren regional que iba para Santa María del Lago. El bolso se le deslizó del hombro al cerrarse tras ella la puerta del café. El salón estaba lleno, afortunadamente en ese momento una pareja se levantaba dejando libre una de las mesas cerca al ventanal. En su prisa por no perder la mesa, solo tuvo tiempo para observar que la mujer llevaba un abrigo de terciopelo azul y, enrollada al cuello, una bufanda roja.
El té estaba horrible. Puso la caja de pasteles y el bolso en la mesa y se distrajo mirando por la ventana el movimiento de la calle. Sacó el espejito de la cartera y retocó cuidadosamente la línea roja de sus delgados labios. Después, pestañeó repetidas veces, decían que eso servía para aclarar la vista, miró la hora, y comprobó que todavía podía quedarse un rato más en el local. Como todos los años en diciembre, la señorita Cruz viajaba a pasar las navidades con su hermana y su cuñado que vivían en Santa María del Lago, en la casa que había sido de los padres de ambas. Y cada año por esas fechas, su hermana le decía lo mismo:
–¿Cuándo vas a regresar definitivamente a vivir con nosotros?
Pero después de tantos años de vivir en la ciudad, sabía que nunca podría volver a vivir en Santa María del Lago.
–… no debe ser bueno para una mujer de tu edad vivir sola en una ciudad tan grande –añadía la hermana.
Aunque era un par de años mayor que su hermana, la señorita pensaba que el hecho de vivir en la ciudad la hacía parecer más joven. Con sus cabellos teñidos de castaño, sus labios rojos y una sombra de color discreto sobre los párpados, la señorita Cruz se sentía relativamente a gusto en su pequeño y delgado cuerpo. No cambiaría por nada su vida citadina de exprofesora jubilada por el Estado, a la vida pueblerina y limitada que, a sus ojos, llevaba su hermana.
Junto a la taza de té había un papelito blanco doblado en dos. Al principio pensó que se trataba del recibo de caja de los anteriores clientes. Le gustaba hacer barquitos de papel, y se dispuso a armar uno para matar el tiempo. Al desplegar el papel leyó:
“El hombre que está conmigo me va a asesinar. Compartimento 78, tren Be…”.
¿Habría escrito esto la mujer del abrigo azul y la bufanda roja? ¿El hombre que la acompañaba era un asesino? Be… ¿Bellavista?
Guardó el papelito en el bolsillo de su abrigo, agarró la caja de pasteles, se colgó el bolso al hombro, agarró la maleta y salió a toda prisa. El tren ya estaba en la plataforma y varios pasajeros se disponían a subir. Haciendo algunos malabares para que no se le fuera a caer nada y además guardar el equilibrio, la señorita se encaramó en la escalerilla y se adentró en el pasillo buscando el número de su reserva. Su puesto estaba distante del fatídico 78. En cuanto lograra acomodar la maleta y la caja de pasteles, iría a echar un vistazo.
En la puerta cerrada del compartimento 78 se leía la palabra: Reservado. Descorrió suavemente la portezuela unos centímetros, el espacio justo para penetrar su afilada nariz y comprobar que el lugar estaba vacío. Aún faltaban diez minutos para la salida del tren.
Oscurecía. Desde su asiento en la ventanilla, la señorita Cruz no hacía más que mirar el reloj, como si supiera a qué hora exacta se iba a producir el crimen. Habían pasado treinta minutos de viaje y ya no podía resistir más los deseos de ir a ver lo que sucedía.
Parecía haber algo adentro que bloqueaba la puerta del compartimento 78. De un fuerte tirón consiguió por fin que se abriera. Lo primero que vio en medio de la semioscuridad del compartimento fueron dos zapatos, después unas piernas y luego un cuerpo volcado en el suelo. Con la claridad del pasillo pudo percibir la bufanda roja que apretaba el cuello de la víctima. Solo que la víctima no era una mujer sino un hombre. Cerró cuidadosamente la puerta y se alejó.
¡Ella lo mató! La imagen corrió fugaz por su mente. Él la había atacado y ella habría reaccionado rápidamente sacándole ventaja, y le habría apretado el cuello con su propia bufanda. La señorita Cruz decidió que acababa de vivir una emoción muy fuerte y necesitaba tomar una copa de coñac para serenarse. Solamente después de esto estaría en condiciones de reflexionar sobre lo que debía hacer.
Había pocos clientes en el vagón-cafetería del tren. Un abrigo de terciopelo azul estaba doblado cuidadosamente sobre una de las sillas al lado de la cual estaba sentada una mujer joven que leía el periódico. No había rastros de la bufanda colorada.
–¿Me permite? –preguntó con una sonrisa, sentándose inmediatamente sin esperar la respuesta.
–Claro.
La señorita sacó el papelito del bolsillo y lo puso extendido sobre la mesa delante de la joven.
–¿Dónde está el hombre? –preguntó con gesto extrañado la muchacha.
–¿Cómo dice?
–Ahí está escrito que un hombre la quiere matar…
–Hablemos claramente. Usted es la autora de esta nota que yo encontré hace una hora en el café de la estación. Acabo de estar en el compartimento 78. ¿A que no adivina con qué me encontré allí? –hablaba en voz baja, acercando su cabeza de manera cómplice a la otra.
–Lo siento mucho, señora, no sé de qué está hablando.
–En el compartimento 78 hay un hombre muerto. Alguien lo mató asfixiándolo con una bufanda roja exactamente igual a la que usted llevaba hace un rato en la estación.
–¡Mi bufanda roja! –exclamó ella llevándose súbitamente la mano al cuello, y mirando en el asiento y al suelo. –No la tengo, debo haberla perdido.
–Oiga, yo estoy dispuesta a ayudarla si me cuenta qué pasó. Ese hombre quería matarla, pero usted se le adelantó, ¿no es cierto? –dijo tomando a continuación un sorbito de coñac, sosteniendo la copa de cristal con el dedo meñique levantado. Se reacomodó en su asiento dispuesta a escuchar la historia. Pero la muchacha seguía con cara de asombro sin saber cómo interpretar las palabras de aquella mujercita que se había sentado frente a ella.
–¿Dónde está el hombre que la acompañaba en la estación? Y no me diga que no estaba con un hombre porque yo los vi –dijo la señorita moviendo su delgada nariz de arriba abajo.
–Es mi novio. Solo estuvo allí para despedirme.
–¿Cuál es su compartimento?
–Acostumbro a viajar sin reserva.
–Mi querida amiga, que sea usted o no la asesina, ya está envuelta en un problema. En el compartimento 78 hay un hombre estrangulado con su bufanda.
La joven profirió un ¡ah!, y se llevó una mano a la boca poniéndose súbitamente de pie, poco faltó para que volcara la copa de coñac. Si esto no sucedió fue por los buenos reflejos de la señorita que la agarró a tiempo y se dio el último trago que quedaba. Las dos mujeres enfilaron hacia el pasillo. Estaba tranquilo, solo se cruzaron con una pareja de ancianos antes del llegar frente al número 78.
–¿Qué va a hacer? –preguntó en voz baja la señorita viendo el gesto de la otra de querer abrir la puerta.
–Si es verdad que tiene mi bufanda se la voy a quitar.
Ajá, de modo que quería recuperar la bufanda ahora que sabía que alguien podía identificar a su propietaria, se dijo la señorita Cruz. En el momento en que la joven descorrió la puerta, el tren hizo un movimiento imprevisto y la luz del pasillo se apagó dejando todo a oscuras. La señorita se agarró del brazo de la muchacha para no caerse y a ésta se le escapó de la garganta un grito ahogado. Al poco, volvió la luz. El cadáver estaba en la misma posición de hace un rato. La muchacha se inclinó sobre el hombre.
–¡Uf, qué alivio! No es mi bufanda.
–Cómo que no, yo misma se la vi en la estación cuando la llevaba puesta.
–Lo siento doña, pero la mía es una prenda fina, de marca. Esta es ordinaria, no vale nada. Estoy segura de que quien me la robó lo hizo para llevarla encima, no para ahorcar a nadie.
Cerraron el compartimento y volvieron al vagón-cafetería. La muchacha con un aire de disgusto, y la señorita haciendo un montón de conjeturas en su cabeza. Así que había dos bufandas rojas, una de buena y otra de mala calidad.
–Al menos, deberíamos dar aviso, ¿no le parece?
–Mire, haga lo que crea conveniente. Después de todo, el cadáver lo descubrió usted –contestó la joven con fastidio, con ganas de quitarse de encima a aquella fastidiosa mujercita.
Qué clase de persona era esta muchacha, se preguntó la señorita, que se quedaba impasible ante el espectáculo de un hombre muerto, asesinado seguramente por otro de los pasajeros que viajaban en el tren. Y encima de todo, había estado a punto de quitarle la bufanda al cadáver.
–¿Habría sido capaz de desenrollarle la bufanda del cuello a la víctima y seguirla usando como si nada?
La muchacha no tuvo tiempo de contestar esta pregunta porque en ese momento se acercaron dos empleados de la compañía férrea, y un tercero con uniforme de seguridad. Dos pasajeros las habían visto moverse de manera sospechosa y luego entrar en el compartimento 78 en donde acababan de encontrar el cuerpo de un hombre ahorcado. ¡El par de viejos que nos cruzamos en el pasillo!, pensó la señorita.
Las cuatro horas que duró el resto del viaje hasta Bellavista se le pasaron rápido a la señorita Cruz, entretenida con el torrente de preguntas que tuvo que responder a los hombres del tren. No dijo nada sobre el papelito blanco, pues como ellos no sabían de su existencia, no lo mencionaron. También interrogaron a la muchacha y a todos los pasajeros del vagón. Nadie había visto ni oído nada anormal, salvo el par de viejos que insistían en que el crimen debió cometerse en el momento en que se fue la luz.
Los interrogatorios no dieron muchas luces. La señorita Cruz era tan frágil y menuda que era imposible que hubiera podido controlar a la víctima mientras la otra mujer le apretaba el cuello. En cuanto a ésta, se sabía que viajaba sola y no había relación entre ella y el hombre asesinado. Había sido una imprudencia de las dos no haber dado parte a las autoridades del tren, pero no por esto las podían detener. A lo sumo, tomarle las señas por lo que pudiera descubrirse más tarde en la investigación.
A la llegada a Bellavista, cuando los pasajeros bajaban, un chico se acercó corriendo a la muchacha.
–Creo que a usted se le perdió esta bufanda –dijo entregándole una prenda de color rojo. –Estaba en el suelo, detrás de una maleta, por eso no la vimos enseguida.
La joven agradeció, y se colgó al cuello la bufanda roja que el chico le acababa de entregar. No lejos de ahí estaba la señorita Cruz presenciando la escena. La muchacha le lanzó una sonrisa con aire de “se lo dije, mi bufanda era otra”. Y se alejó rápidamente.
Hum, hasta el último momento estuvo convencida de que había sido la muchacha. Pero esta nueva bufanda entorpecía sus sospechas. ¿Serían entonces los dos viejos los asesinos? Sujetando la caja de pasteles por el lazo, levantando exageradamente el hombro derecho para que no se le deslizara la correa del bolso, y arrastrando la maleta, se dirigió con toda la prisa que le daban sus fuerzas a la plataforma en la que debía hacer la correspondencia. Ahora se arrepentía de no haberle mostrado el papelito al tipo de la seguridad. Una nota en la que se anuncia un crimen y el lugar en donde se va a producir es una evidencia contundente. Sobre todo, si el crimen se produce tal como fue anunciado. La muchacha también sabía de la existencia de la notita. ¿Por qué tampoco ella la había mencionado? Probablemente porque no deseaba meterse en más problemas. Si la joven era inocente, entonces la notita habría sido dejada en la mesa antes de que la muchacha y su novio se sentaran allí. El papelito les había pasado inadvertido. Hum, podía ser.
Una hora más tarde, el tren regional entró en la pequeña estación de Santa María del Lago.
–¡Qué mal aspecto tienes, querida, qué cara! –fue lo primero que le dijo su hermana al acercarse a darle dos besos en las mejillas.
–Tantas horas de viaje. Es agotador.
Tres semanas más tarde, en el tren de regreso a casa después de unas saludables vacaciones con su hermana y cuñado, haciendo largas caminatas bordeando el precioso lago que daba nombre al pueblo y por los bosquecillos aledaños, la señorita Cruz se llevó una enorme sorpresa. Al entrar al vagón-cafetería, lo primero que vio fue el abrigo de terciopelo azul doblado en el respaldar de la silla. Al lado, la misma joven leyendo el periódico.
–¡Vaya, qué casualidad! Parece que la policía no ha logrado dar con el asesino –dijo, sentándose sin pedir permiso en la silla de enfrente.
–¿Cómo lo sabe?
–Por los periódicos. Los primeros días mencionaron el caso, y después, ni una palabra.
La muchacha se encogió de hombros.
La señorita observó que en el periódico que la joven leía, alguien había escrito con bolígrafo: Calle de San Roberto 14, Bellavista.
–¿Usted vive en la Calle de San Roberto? –preguntó indicando con el dedo la escritura en el periódico.
–No, es la dirección de una conocida con la que me encontré esta mañana en la estación. Anoté rápidamente sus señas aquí.
Este detalle no habría tenido nada de particular, salvo por el hecho de que se trataba de la misma escritura de la notita. La persona que había escrito la dirección en el periódico que leía la joven era la misma que había dejado un papelito blanco doblado en la mesa del café de la estación de Bellavista tres semanas atrás. La señorita se llevó la mano al bolsillo –sin saber bien por qué, todo este tiempo lo había conservado como un tesoro– y extendió el papel abierto en la mesa, justo al lado del periódico en cuyo extremo de la primera página se leía una dirección. Las dos mujeres sonrieron al mismo tiempo.
–Yo lo sabía, pero no lograba explicarme lo de la bufanda roja –dijo la señorita Cruz como hablando para sí misma.
–Ese día yo tenía dos bufandas del mismo color.
–Entonces, ¿por qué aceptó hacer la comedia de ir al compartimento a comprobar si se trataba o no de la misma prenda?
–Usted me ayudó más de lo que se imagina. Yo había perdido uno de mis aretes y no me atrevía a volver allá para recuperarlo. Fue cuando apareció usted y me dio la oportunidad de regresar al compartimento. Yo sabía que el arete podía hallarse en la banqueta donde había estado sentada, mas no estaba segura. Entonces se produjo ese fuerte sacudón en el tren, usted me sujetó por el brazo para no caerse y yo dejé escapar un grito porque me creí descubierta. Me agarraban para detenerme. En ese momento se fue la luz. A pesar de la tensión en la que me hallaba, sabía que debía aprovechar la oscuridad para encontrar mi pendiente. Pasé rápidamente la mano por el cojín y ahí estaba. Usted no pudo ver mis movimientos. Tuve mucha suerte. Fue providencial que la luz se fuera unos instantes en esos momentos. El único cabo suelto era la notita que estaba en su poder. Si usted se la enseñaba a la policía… –se detuvo en este punto como dudando si debía continuar con el tema.
–Yo hubiera podido enseñársela.
–Fue un error escribirla. Después solo tuve la esperanza de que nadie la encontrara. Y al final solo me quedó confiar en su discreción.
–Fue en defensa propia, ¿verdad?
–Claro.
Se despidieron con un abrazo en la plataforma de llegada del tren. Con su pesada maleta, el bolso en el hombro amenazando deslizarse, y una caja de quesos y salchichones de Santa María del Lago que su hermana le había preparado la noche anterior, la señorita Cruz se dirigió a la estación de taxis. En el bolsillo de su abrigo estaba todavía el mensaje encontrado tres semanas atrás. ¿Habría sido de verdad en defensa propia? ¡Qué importaba! A la señorita Cruz le causaba placer la idea de saber algo que la policía ignoraba.
París, 1986
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Hotel Playa

El Hotel Playa es una vieja mansión pintada de amarillo claro, con ese estilo monumental y suntuoso de reminiscencias versallescas con el que se construyeron todas las grandes casas de la región por allá en los años veinte. Está a un kilómetro y medio de la playa por una carretera destapada. Antes de ser hotel había sido la casa de campo de una familia rica de Las Flores.
El Playa no tiene buena reputación entre las gentes que todavía tienen en esa zona sus casas de campo y las frecuentan solo los fines de semana, ni entre los vacacionistas que vienen de un poco más lejos para una estadía más larga. La gente llega al Playa cuando ya no hay cupo en el Hotel Prado, que es un edificio moderno e imponente situado frente al mar. Este último detalle es particularmente importante para los turistas de la región.
Al Hotel Playa se llega obligado y con un sentimiento de decepción, pues no haber conseguido habitación en el Prado es siempre un mal comienzo para las vacaciones. Pero, además de la distancia que separa al Playa del mar, el servicio del hotel deja bastante qué desear. Las habitaciones no tienen aire acondicionado, nada más unos viejos ventiladores de techo que hacen un ruido espantoso, y que hacen pensar a los huéspedes que un día de estos se le va a caer a alguien un aparato de estos en la cabeza. ¡Y qué decir del restaurante del Playa! La gente entra ahí por necesidad. El aspecto del local es descuidado y el menú reducido. Lo único bueno que tiene el Playa, y en eso muchos están de acuerdo, es el patio interior. Nada más agradable que sentarse por las noches en ese patio de palmeras, bajo un cielo lleno de estrellas, a tomarse los últimos cocteles con limón y escuchar los aires suaves de alguna música tropical. A pesar de esto, la mayoría de los clientes del Playa prefiere ir a divertirse lejos de allí, en el lujoso bar casino del Prado, por ejemplo. Lo que hace que, aún en temporada alta, casi todas las mesas del acogedor patio del Playa estén desocupadas.
Pero no toda la gente que llega al Playa lo hace por necesidad. Ese fue el caso de los Duque, una pareja de recién casados del interior del país que escogieron el Playa para pasar su luna de miel. Llegaron un mediodía, en un taxi que los trajo directamente desde el aeropuerto de Las Flores. Era el mes de mayo y ya estaba haciendo ese calor húmedo y pegajoso que se instala en la región desde esa época del año. La luz del sol se puede volver tan brillante que hace daño a los ojos y hay que entrecerrarlos para soportarla.
Casi no viene gente del interior a este lugar, y mucho menos en mayo que es un mes fuera de temporada. Cuando rellenaba la ficha de recepción, Leopoldo Duque se detuvo de repente con el bolígrafo en la mano para preguntarle a su esposa, ¿qué día es hoy? Ella sonrió: 14 de mayo, el primer día de nuestro matrimonio, ¿cómo has podido olvidarlo? Leopoldo Duque se quedó todavía un momento pensando antes de decidirse a escribir la fecha en el papel. Pero…, ¿de qué año? Manuela Duque añadió a su sonrisa un leve gesto de sorpresa: 14 de mayo de 1963. A su marido todavía debían estarle haciendo efecto los tragos de la fiesta de la noche anterior. Recibieron la llave número 7, y fue el propio señor Arrieta, el dueño de hotel, quien los condujo al cuarto.
Es una pareja extraña, le dijo Arrieta a su mujer. Ella podría ser su hija, y si no exagero, hasta su nieta. En realidad, Leopoldo Duque tenía 53 años y Manuela 22, pero era una muchacha tan delgada y menuda que parecía menor. Casi una niña. Él, en cambio, con su alta estatura, barba cerrada, las sienes plateadas y unas gafas de pesada montura negra, representaba más edad de la que tenía.
Duque era profesor de historia en un liceo para señoritas en la ciudad de Medellín. Fue allí donde conoció a Manuela cuando ésta hacía el bachillerato. Muy pronto, un amor secreto unió a profesor y alumna. Fue una relación platónica que duró hasta varios años después de que Manuela se graduara y saliera del colegio. En ese entonces, Leopoldo todavía no era viudo. Poco tiempo después de producirse la muerte de su esposa por una larga y penosa enfermedad, el profesor supo que lo que más deseaba en el mundo era casarse con Manuela. Ella, por su parte, no deseaba otra cosa que volverse la esposa de su exprofesor de historia de quien estaba enamorada en silencio desde la adolescencia. Y como por los lados de Medellín, a nadie le parecía raro que las muchachas de 20 se casasen con hombres de 50, el de ellos fue un matrimonio normal y corriente.
El día de su llegada al Playa, los Duque no fueron al mar. Solamente salieron de la habitación por la noche, a la hora de la cena para dirigirse al restaurante. Después de cenar se sentaron en una de las mesas bajo las palmeras del patio alumbradas con farolas. Aparte de ellos, esa noche solamente se veían una pareja de cierta edad, y una familia con dos niñas delgadas y pálidas que visiblemente se aburrían. Leopoldo Duque sacó un libro del maletín que llevaba siempre consigo, y se puso a leer a pesar de la escasa luz, mientras Manuela parecía entretenida haciendo burbujas con la pajilla en el ron-cola que había ordenado un rato antes. Cuando decidieron subir a su habitación ya los otros huéspedes se habían ido y el patio quedó solo y en silencio.
Al día siguiente, ellos fueron los primeros en entrar al comedor a tomar el desayuno, y los primeros en dirigirse a la playa por la carretera de tierra que indicaba la ruta al mar. A esa hora, el sol todavía era suave y la brisa fresca. La mujer del dueño se los quedó viendo mientras se alejaban por la carretera: un hombre alto con un maletín de trabajo colgado al hombro, y una joven de pantalones cortos que parecía una muchachita. Manuela Duque se fue por todo el camino hasta la playa recogiendo esas margaritas blancas y amarillas que crecen silvestres por allí en cualquier época del año.
El libro que estuvo leyendo Leopoldo esos días era Crimen y Castigo. El día que la policía entró a registrar la habitación encontró también un ejemplar viejo de La Vorágine, y las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, con una dedicatoria en la primera página que decía: Para Manuela, el día de su grado. Abajo aparecía una fecha de noviembre de 1959, y después, en letras más grandes, las iniciales LD.
Aquel día, después del almuerzo, Leopoldo le dijo a su mujer que se sentía un poco cansado, y que prefería quedarse toda la tarde en el hotel reposando y leyendo. Si ella quería, podía bajar sola a la playa. A Manuela no le pareció bien separarse de su marido el primer día de luna de miel, pero tenía tantos deseos de bañarse en el mar que no pudo resistir y le dijo que iría solo un rato, nada más para refrescarse, pronto estaría de vuelta.
La recepción del Playa parecía un horno del calor. El ventilador de techo a duras penas giraba. Era imposible sentarse allí debido al resplandor y el bochorno que entraban por la ventana. Cuando Manuela se despidió de su marido para ir al mar, ya tenía la blusa empapada y pegada a la espalda. Por la frente y las mejillas le corrían gotas de sudor. ¿Estás seguro de que no quieres venir? Ven conmigo, aunque sea solo un momento. Leopoldo insistió en que no tenía deseos de caminar un kilómetro y medio a pleno sol. A la gente de Medellín, donde el ambiente es más fresco, este clima debía afectarles bastante, pensó la señora Arrieta.

Cuando Manuela regresó al hotel un par de horas más tarde, encontró a su esposo sentado en una de las mecedoras del patio, con los ojos cerrados, y el libro entreabierto en las rodillas. Se le acercó y le dio un beso suave en la frente. Leopoldo Duque se levantó de manera inesperadamente violenta, y lo primero que atinó a decir fue: ¿Qué pasa? ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres?
Según la mujer del dueño, que aseguró haber presenciado la escena –aunque es verdad que no había alcanzado a oír con nitidez esas palabras– la reacción del hombre fue bastante insólita. Miraba a la joven como si fuera una desconocida. ¡Leopoldo!, fue lo único que atinó a exclamar ella en el primer instante. Pero todo duró solo unos segundos porque, al poco, Duque abrazó a su mujer y ambos se fueron cogidos de brazos a la habitación número 7. Él justificó su reacción diciendo que se había quedado dormido, y debido a la pesadez del clima había estado soñando cosas muy raras. Al sentir el beso de su mujer en la frente, no había sabido enseguida si esto hacía parte del escabroso sueño que le estaba pasando por la mente en esos momentos, o ya estaba despierto y era la realidad. Esa fue la explicación que le dio.
Los dos días siguientes no sucedió nada particular entre los esposos Duque, salvo por el hecho de que, por las tardes, ella se iba sola a la playa mientras él se quedaba leyendo y dormitando en una de las mecedoras del patio del hotel. No soporta el calor de estas horas, le explicó Manuela al señor Arrieta. Por las noches, después de comer, se sentaban de nuevo en el patio y ordenaban una botella de ron que Leopoldo se encargaba de vaciar prácticamente él solo, porque el vaso de ella siempre estaba más lleno de Coca-Cola que de otra cosa. La pareja de ancianos se había ido el día anterior, pero todavía seguía allí la familia con las dos niñas de aspecto lánguido. Los cuatro se sentaban en torno a la mesa a beber gaseosas. Casi no hablaban, salvo la mujer que a veces les decía algo a las niñas, pero en un tono de voz tan bajo que solamente llegaba como un susurro hasta la mesa de los Duque. Las niñas nada más se movían para espantarse los mosquitos que revoloteaban como siempre a esa hora en el patio.
Al otro día cayó un aguacero de esos que caen nada más dos veces al año por esos contornos, y que parece que no se fueran a terminar nunca. Los primeros goterones comenzaron a venirse a la hora del almuerzo. A eso de las dos de la tarde ya llovía tanto que afuera no se veía sino el blanco del agua. El viento azotaba con rabia las palmeras y hacía temblar las destartaladas ventanas de la recepción. Con un tiempo así, a los clientes del Playa no les quedaba otra alternativa que meterse a sus habitaciones a esperar que la tormenta pasara. Pero la lluvia no cedía. Al contrario, parecía que arreciaba. Desde la ventana de su cuarto, Manuela veía el aguacero, lamentando que esa tarde no iba a poder ir a bañarse al mar. Un rayo seguido de un poderoso trueno le hicieron dar un salto en la butaca en la que estaba sentada. El ventilador de techo disminuyó su velocidad y poco a poco dejó de girar hasta quedar completamente inmóvil. Se acababa de ir la luz. Nada de qué extrañarse. Por allí la luz se iba siempre que había tormenta. No eran ni las cuatro de la tarde, pero la habitación estaba a oscuras. Voy un momento a la recepción a pedirles unas velas, dijo Leopoldo. No te demores, le pidió ella.
Regresó dos horas más tarde, completamente mojado, y, además, sin las velas. Fue durante esa espera que Manuela descubrió que su marido guardaba un revólver en su maletín. Un rato antes el señor Arrieta había pasado por las habitaciones para dejarles unas lámparas de petróleo a los huéspedes, y a tranquilizarlos, la energía sería reconectada una vez pasara la tormenta. ¿No ha visto usted a mi marido?, le preguntó Manuela. Arrieta dijo que no lo había visto, y añadió: ¡Qué raro, a dónde habrá podido ir con este temporal!
No se sabe de qué manera le explicó Leopoldo Duque esta ausencia a su mujer. Ella dijo que fue solamente a partir de ese incidente que comenzó a inquietarse por el inusual comportamiento de su marido. Según una declaración que hiciera posteriormente, él le habría dicho que tenía tanto calor que había querido salir a refrescarse en la lluvia. A Manuela le había parecido raro, ¡quién se baña en la lluvia cuando hay tormenta!, pero prefirió no decir nada para no enfadar más al hombre que había vuelto con una expresión alarmante en el rostro. En otra declaración, Manuela Duque dijo que esa tarde su marido había regresado completamente mojado porque, según él, había estado buscando por los alrededores del hotel al señor Arrieta para que les prestara unas velas.
Unas horas más tarde volvió la luz. Esa noche los Duque cenaron solos en el comedor del hotel. La familia con las niñas lánguidas pidió que le subieran la comida a la habitación.
El día siguiente amaneció fresco y despejado. Afuera había un intenso olor a hierba y a tierra mojada. Al igual que las otras mañanas, los Duque salieron después del desayuno con rumbo a la playa. Parece que estando allá, una nueva crisis de amnesia se le presentó a Leopoldo. En algún momento, Manuela, que se había quedado en la playa tomando el sol mientras él nadaba, lo vio salir del agua y caminar hacia ella con una expresión desconocida en el rostro. Leopoldo no se acerca, se queda detenido en la playa a una altura en la que a veces las olas le cubren hasta media pierna y se devuelven en una espuma blanca. Leopoldo tenía en su cara la expresión de alguien que de repente descubre que se ha perdido en el camino y está intentando acordarse de qué dirección tomar. Cuando Manuela se le acercó y le agarró las manos, él la miró como si fuera la primera vez que la veía en su vida. Igual a como había sucedido unos días antes. Pero esta vez preguntó: ¿Quién soy yo? Manuela retrocedió unos pasos y le pidió, por favor, Leo, déjate de bromas, no es gracioso lo que estás haciendo.
Parece que la escena duró algún tiempo. Con una expresión de extravío, seguía preguntando quién era él. Las pocas personas que se encontraban en la playa en ese momento dijeron que habían visto a Manuela llorar, y que pensaron que la pareja se estaba disputando.
Finalmente, Leopoldo reaccionó. Abrazó a la muchacha, y le dijo que lo mejor era no preocuparse por el momento. En cuanto volvieran a Medellín iría a consultar un médico. Manuela pensaba que todo era culpa del alcohol. ¿Era normal que él se bebiera una botella de ron todas las noches? Leopoldo bebía mucho y ella lo sabía desde hacía tiempo. Su familia se lo había advertido antes del matrimonio. Lo que no sabían los parientes de Manuela es que se decía que había taras en la familia de los Duque a causa del alcohol. Un tío de Leopoldo estaba completamente loco, encerrado en un manicomio desde joven. Y su abuela por parte de madre había muerto chiflada de remate. Estos eran los dos casos más conocidos de la familia, pero se decía que había otros que ellos habían logrado mantener en secreto.
¿Se habría acordado Leopoldo Duque aquella mañana en la playa de que, siendo él un niño, a su abuela no la dejaban salir del cuarto porque se lo pasaba diciendo obscenidades y arrojándolo todo al suelo? ¿Se habría acordado de que a veces la descubrían sentada en la cama haciendo bolitas con la caca que se acababa de hacer? Estas eran las preguntas que se haría Manuela algún tiempo después.
Si quieres, regresamos mañana mismo a Medellín, le propuso Manuela durante el almuerzo. Él no respondió. Por la tarde insistió en acompañarla al mar, y como el calor había comenzado a hacerse sentir nuevamente, dijo que se quedaría sentado en la terraza del Hotel Prado hasta que ella regresara. Que no se preocupara, que nadara y se divirtiera todo el tiempo que quisiera, él no se iba a aburrir. Para eso llevaba, y se lo enseñó, su ejemplar de Crimen y Castigo.
Eso fue como a las tres de la tarde. A esas horas Leopoldo empezó a beber. Serían las seis o seis y media, porque ya estaba oscureciendo, cuando Manuela consiguió convencerlo de regresar a su hotel. Los Arrieta los estaban esperando con la mesa puesta para servirles. Leopoldo no probó bocado, en cambio ordenó una botella de aguardiente y se puso a beberla copa tras copa. Se veía animado. Incluso, estuvo un buen rato charlando con el señor Arrieta, cosa que no había hecho en todos esos días. Una de las niñas pálidas se lo quedó mirando con esa mirada larga que tiene la gente desidiosa. Manuela, fíjate cómo me mira esa niña. Ven acá, niñita, dijo de repente Leopoldo en dirección a ésta, en un tono de voz tan alto que todos lo escucharon. Manuela se puso colorada de la vergüenza.
De nada valieron los ruegos de su esposa. Leopoldo insistió en quedarse en la mesa hasta que se acabara la botella. Iban a dar las doce de la noche cuando subieron al cuarto. Y eran las cuatro pasadas de la madrugada cuando retumbó el disparo.
En la escena que encontró la policía al llegar, Leopoldo Duque estaba desnudo, en el suelo, al lado de la puerta de la habitación, y aún sostenía el revólver en su mano derecha. Fue un disparo en pleno corazón. Los vidrios de las gafas se quebraron con la caída. Manuela confirmó que el arma era de propiedad del occiso.
No había duda de que había sido un suicidio. Los Arrieta fueron muy amables con ella, declararon todo el tiempo a su favor. Por eso el caso quedó cerrado muy pronto. Sin embargo, debido a no se sabe bien qué comentario que hiciera unos días después el inspector de Las Flores, entre la gente de por ahí empezaron a surgir sospechas y a hacerse conjeturas según las cuales, las cosas bien pudieron pasar de otra manera. ¿Por qué iba a querer alguien suicidarse en plena luna de miel?
¿Por qué la familia con las dos niñas tuvo que marcharse tan precipitadamente, casi como si estuvieran huyendo de algo, solo media hora después de oírse el disparo? Se dijo que empacaron a toda prisa sus maletas y se fueron en un taxi que hicieron venir a esas horas de Las Flores. Se fueron antes de que llegara la policía.
Según la versión de Manuela al inspector, en medio de su borrachera, Leopoldo no había dejado de hablar toda la noche de las cosas que hacía su abuela, la loca. Decía una y otra vez que no quería terminar como ella. Que prefería matarse. Después de discutir largamente con su marido para convencerlo de que se acostara, a Manuela finalmente la rindió el cansancio, y solo despertó con el impacto del disparo. Los Arrieta confirmaron el extraño comportamiento y la borrachera del huésped esa noche. Los Arrieta informaron también que la pareja y las dos niñas tuvieron que irse de esa manera porque las niñas estaban alteradas por el disparo. “Oí que una de las niñas gritaba… que era como para ponerle a uno los pelos de punta”, dijo Arrieta.
Lo que no dijeron los Arrieta, ni Manuela, porque el inspector nunca se lo preguntó, fue que el grito de la niña se había oído antes del disparo. A esas horas todavía estaba oscuro, y nadie vio –en todo caso, tampoco nadie lo mencionó– que una de las niñas tenía manchas de sangre en la camisita de dormir.
París, 1986
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¿Dónde está Alicia?

I
Dicen que quebrar un espejo trae mala suerte. Aquella mañana, cuando el espejito de la polvera se le cayó al suelo partiéndose en tres pedazos, Isabel trató de no pensar mucho en el incidente. Sabía que el espejito terminaría por caerse un día. La vieja polvera, con una bailarina en la cubierta estaba tan usada que el cristal se había despegado y cada vez que levantaba la tapa, la pequeña luna del espejo se deslizaba un poco amenazando precipitarse al suelo. Finalmente sucedió, al sacar el manojo de llaves que correspondían a las tantas puertas que había que cerrar cuidadosamente en la casa. Recogió apresuradamente los tres fragmentos, y los metió en el bote de basura de la cocina. Tiró también la polvera. Total, sin su espejo no servía para nada. En ese momento sonó el teléfono de la sala. Cuando levantaba el auricular para responder después de varios timbrazos, escuchó el clic del corte de la comunicación al otro lado. Un minuto después volvieron a llamar.
–¡Aló!
Esta vez levantó el teléfono a la primera llamada.
–¿Es la casa de la señora Alicia Kopp?
–No, señor, está equivocado.
Sin embargo, cuando le preguntó al hombre el número que acababa de marcar, resultó ser que coincidía con su número.
–Debe haber un error. Lo mejor es que llame usted a la empresa de teléfonos.
Por la tarde, cuando ya comenzaba a oscurecer, César llamó para decir que no lo esperara a cenar pues iba a regresar tarde. Se habían presentado asuntos inesperados en la oficina y no podía negarse a trabajar unas horas extras.
La mesa de comedor era para ocho personas. Era una mesa demasiado grande para ellos, pensaba Isabel, sobre todo las veces en que tenía que sentarse a cenar sola porque su marido había avisado que llegaría tarde. Fue esa noche, mientras cenaba en soledad, que volvió a reparar en que no era la primera vez que alguien llamaba preguntando por una tal Alicia Kopp. La primera vez fue hace unos seis meses, al poco de haberse pasado ellos a vivir allí, y si mal no recordaba, esa vez fue una mujer la que llamó. La segunda vez sucedió hace dos meses. Esto es seguro porque la llamada se produjo precisamente el día en que ellos se iban de vacaciones. Ya César había puesto el motor del carro en marcha cuando se le ocurrió pedirle a Isabel que fuera un momento para verificar una de las puertas del patio trasero, no estaba seguro de que le había puesto el candado. Estando dentro de la casa, sonó el teléfono.
–¡Quién puede ser ahora! –exclamó con impaciencia. –¡Aló!
–Páseme a mi tía, por favor.
–Y, ¿quién es su tía? –preguntó en tono irónico Isabel.
–Mi tía Alicia, ¡quién más va a ser!
–Lo siento. Es un error –y colgó sin esperar a oír las explicaciones de la persona al otro lado porque no quería demorar más la salida.
La segunda vez había sido un hombre, pero Isabel no estaba segura de que fuera la misma persona que había llamado esa mañana.
¿Quién será Alicia Kopp? Posiblemente alguien que había vivido en esta casa. A pesar de que no había ninguna razón palpable para preocuparse, de repente la idea de que alguien hubiera llamado tres veces a Alicia Kopp hizo que se le instalara en el pecho un cierto desasosiego. Algo así como lo que sentía de niña cuando le iba a comenzar un ataque de asma. Pero ella ya no padecía de ese mal. Su último ataque fue hace por lo menos veinte años. Isabel pensó que el actual sofoco debía ser nada más el producto de una fugaz asociación de su vieja enfermedad con la visión del hilillo de sangre que corrió por su plato al momento de cortar con el cuchillo un trozo de carne. La carne había quedado demasiado sangrienta, si estuviera un poco más animada, la llevaría de nuevo a la sartén, se dijo mirando el espectáculo de la alargada mancha roja en el plato.
Se puso la bata de color verde oscuro de César, y se sentó en una de las butacas de la sala. Un instante antes había sacado de la biblioteca el primer tomo de las Narraciones Misteriosas de Quincy Corner. Fue un regalo de su marido. Al cabo de un rato se levantó para acercar más a su puesto una de las lámparas de pie del salón. ¡Qué mal iluminada está esta casa!, exclamó.
II
A Isabel le parecía que había una cierta tristeza en el hecho de estar adentro mirando hacia afuera a través del cristal de una ventana. Si alguien pasara por allí en ese momento y la viera tras la ventana diría, ¡qué expresión tan triste tiene esa mujer! No porque ella estuviera particularmente compungida sino porque, vistas desde afuera, las personas que miran la calle tienen un aire nostálgico. Porque hay algo fantasmal en las figuras borrosas que parecen esconderse y deformarse tras las ventanas a la distancia. Era así como presentía que se veía ella misma cada vez que por las tardes, cuando suspendía su trabajo, se paraba delante del ventanal del salón del segundo piso, a mirar hacia afuera. Isabel era correctora de pruebas de una editorial. Una vez al mes más o menos, iba a la oficina del centro a recoger el material en el que se ocuparía las próximas semanas.
El barrio era tranquilo, de casas grandes y separadas entre ellas por los anchos jardines que las circundaban. La calle era de doble calzada por la que casi no circulaban autos, a no ser los de la gente que habitaba el sector. En otra época, había sido un barrio exclusivo de la ciudad, pero en la actualidad, debido al deterioro de algunos barrios aledaños, la zona se había desvalorizado. Por eso gente como César e Isabel, recién casados, habían podido alquilar a un precio relativamente cómodo esa enorme mansión en donde ahora vivían.
Pero no todo era color de rosa. Pronto advirtieron que, aunque tranquilo, el barrio era inseguro. A las dos semanas de estar allí, entraron los ladrones y se llevaron varias cosas de valor, la cámara fotográfica de César y un costoso abrigo de piel de Isabel. Fue una noche que salieron y dejaron por descuido sin llave la puerta de servicio. Desde entonces vivían obsesionados con los robos. Todas las noches, César controlaba una y otra vez si las puertas habían quedado bien ajustadas. Varias veces Isabel lo había visto levantarse a media noche porque habría oído algún ruido. Agarraba el revólver que desde el día del robo tenía siempre en una de las gavetas de la mesa de noche, y salía de la habitación caminando suavemente para no despertarla. Ella fingía dormir.
Ni un solo auto, ni un solo peatón habían pasado por allí en más de media hora, el tiempo que llevaba Isabel mirando tras el cristal. Había algo en la casa de enfrente que le llamaba poderosamente la atención. Una figura humana, o alguna cosa parecida, se divisaba tras una de las ventanas del segundo piso de aquella casa. Debido a la distancia, no estaba claro de qué se trataba, lo único seguro, se dijo Isabel, es que esa forma no había estado antes allí. Era la primera vez que la veía. Lo más raro era que, que ellos supieran, en esa casa no vivía nadie. Lástima que esa ventana solo fuera visible desde el segundo piso, porque desde la calle quedaba completamente cubierta por los dos enormes robles que se levantaban delante de la vivienda.
Esa noche no le mencionó nada a César sobre la extraña forma de la casa de enfrente. No lo hizo no por negligencia sino porque esa noche tuvieron un pequeño altercado. César llegó esa noche con la noticia de que acababa de comprar un perro que mañana les traerían los de la tienda de animales domésticos. Pero a Isabel no le gustaban los perros. En su infancia, una vez un perro la mordió y el incidente le había dejado un trauma que hasta ahora no había podido superar. César lo sabía, ¿por qué no le había consultado antes de comprar el perro?
Después de eso, cada vez que se sentían amenazados por los ladrones, César decía, “¡Si al menos tuviéramos un perro!” Ella no respondía nada.
Los próximos días, Isabel continuó viendo la extraña figura de la ventana de enfrente, que a veces parecía solo un perchero alto con vestimentas colgadas de cualquier manera, y a veces tomaba la forma casi perfecta de una mujer vieja con el cabello blanco y una especie de cofia en la cabeza.
La cuarta llamada para Alicia Kopp se produjo un poco después. Isabel estaba en la cocina batiendo unos huevos para hacer una torta cuando sonó el teléfono.
–¡Aló!
Primero se escuchó un ruido agudo que le molestó al oído, y luego la voz de una mujer.
–Sería usted tan amable de pasarme a la señora Kopp? –preguntó la voz en medio de ruidos e interferencias en la comunicación.
No bien colgó sin haber dado ninguna explicación, Isabel se arrepintió. Habría podido intentar averiguar algo, que al menos le dijeran quién era Alicia Kopp. Se quedó un instante esperando junto al teléfono por si volvían a llamar, mas no fue así.
Esa misma tarde entraron dos llamadas telefónicas más: la primera fue de su marido para decirle que no lo esperara a cenar, lástima por la torta de manzanas, pensó ella; la segunda fue de una tienda de animales y productos veterinarios para confirmar la entrega, al día siguiente, a las diez y treinta de la mañana, de un perro de raza Bóxer. Querían asegurarse de que hubiera alguien en casa a esa hora para recibirlo.
–Debe haber un error. Mi marido anuló ese pedido hace por lo menos dos semanas –contestó Isabel sintiendo que la sangre se le subía a la cabeza.
El hombre dijo que iba a revisar en el archivo y que volvería a llamar después. Pero no lo hizo.
César llegó tarde esa noche. Ella estaba en el salón leyendo.
–Pensé que lo del perro había quedado decidido –dijo suavemente, fingiendo no darle importancia al asunto.
–No te preocupes, ya lo he arreglado –contestó él, quitándose los zapatos y acomodándose en el sofá. Estaban sentados frente a frente, separados por la mesa redonda y baja que había en el centro del salón. Isabel se lo quedó observando unos segundos. Un mes atrás se habrían sentado juntos. Era lo que hacían siempre cuando él llegaba, o después de cenar, cuando se quedaban en el salón leyendo o mirando televisión. César había cambiado.
–¿Qué pasó? Hace dos semanas me dijiste que habías anulado la compra del perro.
–Fue un malentendido. Los de la tienda pensaron que ahora sí queríamos el animal.
–¿Por qué pensaron eso?
–Bueno… es que, a pesar de todo, tenía la esperanza de convencerte. Les dije a los de la tienda que esperaran unos días.
Se quedaron en silencio. César agarró una revista que estaba en la mesa y se puso a hojearla.
–¿No te parece que hace falta un poco más de luz en la sala? –preguntó Isabel. No entendía cómo podía leer en tal penumbra.
–A mí me gusta así –contestó sin levantar los ojos de la lectura. –Es más acogedor.
La sala era enorme y a pesar de ello, a Isabel le daba la impresión de que era un lugar opresivo. Habían puesto demasiadas cosas allí. Los antiguos muebles recargados, de madera oscura, provenientes de la sala de la madre de César. Había mesitas por todos los rincones, repisas, adornos, tapetes. Todo de la mamá de César. Ella hubiera preferido un decorado más moderno, menos recargado. Pero cuando se casaron, estaba tan enamorada que no le importó que él organizara la casa a su gusto. Ya se acostumbraría a aquellos viejos muebles, se decía.
–Hace días que vengo viendo algo raro en una de las ventanas de la casa de enfrente –dijo Isabel después de un largo silencio entre los dos.
–Ajá –fue todo lo que repuso él, acomodándose aún más en el sofá con la revista abierta.
No quedaba duda de que César había cambiado bastante últimamente. ¿También habrían cambiado sus sentimientos hacia ella? Se acordó de que el sábado anterior, cuando volvían del centro de la ciudad después de haber hecho las compras de la semana, en algún momento y sin ningún motivo aparente, ella había tenido súbitamente el impulso de hacerle daño a César, de empujarlo, de darle un golpe. Fue un solo instante de arrebato en su cabeza. Al instante siguiente se sintió avergonzada de lo que acababa de pensar. ¡Cómo podía desear pegarle a César, a quien tanto amaba! ¿Y si no era César el que estaba cambiando sino ella?
–¿Te dice algo el nombre de Alicia Kopp?
–… no. ¿Quién es? –Solamente en ese momento, César hizo la revista a un lado y la miró a los ojos.
–No sé. Han llamado varias veces por teléfono preguntando por esa señora.
III
Poco tiempo después, Isabel comprendió que cuando un espejo se rompe no es señal de que va a comenzar un periodo de mala suerte, sino la prueba de que ésta ya se ha instalado hace rato. El espejo quebrado es la ratificación de un estado de cosas que se han vuelto inevitables. La mañana que a Isabel se le deslizó el espejito de la polvera fragmentándose en tres pedazos inservibles, ya se habían presentado en su vida los elementos que la conducirían a la desgracia, aunque hasta ese momento ella aún no los hubiera visto.
Al día siguiente hubo una quinta llamada para Alicia Kopp. Isabel reconoció la voz del hombre que había llamado antes.
–Quiere usted explicarme, ¿quién es Alicia Kopp y por qué insisten en llamarla a este número? Les he dicho varias veces que esa persona no vive aquí.
–Alicia es mi tía –dijo el hombre después de alguna vacilación. –Tanto mi madre como nuestro abogado y yo tenemos razones para creer que ella se está ocultando.
–Lo siento, no sé de qué me está hablando.
–Escuche, dígale a mi tía que no vamos a permitir que desaparezca con la fortuna de la familia –y colgó.
¡De modo que la tal Alicia Kopp había desaparecido con una fortuna! Por la noche le contó a César lo sucedido. Él, con la actitud desapegada que ella le notaba últimamente, solo replicó:
–No hay que concederles demasiada importancia a esas bromas telefónicas.
Pero a la semana siguiente llamaron todos los días, y hasta dos y tres veces diarias. El viernes, Isabel decidió no volver a levantar el teléfono. Ahora ya no preguntaban por Alicia Kopp, sino que dando por hecho que ella estaba allí, le dejaban algún mensaje amenazador. De nada valía tratar de explicar que se trataba de un error. “Dígale a Alicia que tarde o temprano la vamos a encontrar”. Una vez dijeron: “No vayas a decir que no te lo advertimos”, como si la persona diera por hecho que la que contestaba era la misma Alicia. La última amenaza fue el jueves al mediodía, y la hizo el tal sobrino: “Dígale a mi tía que ya sabemos dónde está”.
Mientras tanto, César seguía pensando que no había que darles importancia a esas “bromas de gente desocupada”. De todas maneras, quedaron en que él avisaría a la policía. El viernes el teléfono sonó con más frecuencia que nunca. Intentó ignorarlo, pero cada nuevo timbrazo le alteraba más lo nervios. Lo desconectó y procuró concentrarse de nuevo en su trabajo tratando de sacar de su mente a la familia de Alicia Kopp. Como no lograba concentrarse, para distraerse, agarró el segundo volumen de las Narraciones Misteriosas de Quincy Corner. Pero no bien comenzó a leer se dio cuenta de que no era la lectura más adecuada para ese momento. El relato que leía comenzaba con la frase: “Cuando Alicia entró a la cocina, lo primero que vio fue una mancha de sangre a todo lo largo de la puerta del refrigerador”. Cerró el libro y se acercó a la ventana. Allá estaba, al frente, todavía esa cosa que parecía una anciana demente que se hubiera inmovilizado en ese sitio para siempre. Volvió a su escritorio. Sobre las páginas de pruebas del libro que estaba corrigiendo, las grandes letras negras del título de Quincy Corner le produjeron un sobresalto. Lo guardó en una de las gavetas. Sintió que el pecho se le oprimía, como si estuviera a punto de iniciar una crisis de asma. Tal vez César tenía razón cuando le decía que debía salir con más frecuencia de casa.
No pasaba nadie por la calle, ni siquiera el viento porque no se movía una sola hoja de los árboles. El zumbido de una avispa golpeando contra el vidrio de la ventana, la hizo dirigir la mirada hacia el insecto y seguirlo durante un rato en su disparatado revoloteo. Todavía algo de sol alcanzaba a penetrar aclarando suavemente la estancia. Cada vez le gustaba menos ese salón con el juego de muebles anticuados de la madre de César.
Iban a dar las nueve de la noche y César no llegaba. Solamente en ese momento recordó que había dejado el teléfono desconectado. César la habría estado llamando para justificar su retraso. Lo reconectó, y justo en ese momento empezó a sonar.
–¡Aló!
No hubo respuesta, pero se escuchaba un ruido que a Isabel le pareció que era como una respiración agitada. Al poco, la persona que llamaba colgó. Resolvió desconectarlo nuevamente. Se pondría a ver la televisión hasta que César llegara.
Se quedó dormida en el sofá, hasta que algo, un ruido, la despertó. En ese momento, el reloj de péndulo, que también provenía de la familia de César, marcaba las doce de la noche. En efecto, un ruido provenía de la planta baja, probablemente de la cocina. Debía ser César que acababa de llegar. Desde lo alto de la escalera –¿por qué no se atrevía a bajar?–, Isabel pronunció en voz alta tres veces el nombre de su marido. No hubo respuesta. No se oía nada. ¿Debía bajar a ver qué pasaba, o encerrarse con llave en la habitación hasta que César apareciera? Sí, lo mejor era encerrarse en el cuarto. En caso de que fuera un ladrón, que se llevara lo que quisiera pero que no la atacara a ella. Fue cuando se dio cuenta de que la ventana del salón estaba entreabierta. Al acercarse para cerrarla observó que la casa de enfrente estaba en sombras. No era raro, la casa estaba deshabitada. La débil iluminación de la farola situada en el separador de las aceras en medio de la calle no alcanzaba hasta aquella casa oculta tras dos poderosos robles. En cambio, sí le permitió a Isabel ver, o tal vez, creer que había visto, algo que se había movido en su propio antejardín en dirección a la puerta de servicio del fondo. Después se escuchó otra vez el mismo ruido de hacía un rato. Tratando de vencer los nervios, salió de la habitación y se acercó nuevamente a lo alto de la escalera. Todo estaba otra vez en silencio. Debían ser sus nervios. ¿Dónde estaba César? ¿Por qué no llegaba? ¿Le habría pasado algo? ¿Estaba alguien intentando entrar en la casa? Tenía que llamar a la policía. Pero ¿qué les iba a decir?, ¿Qué había escuchado ruidos en la cocina? Les podría decir lo de las llamadas telefónicas, pero eso no era una urgencia, podía esperar hasta el día siguiente, dirían ellos.
Reconectó el teléfono y se dirigió a la habitación. Sin desvestirse, se recostó en la cama con la luz prendida. Después de un rato largo en el que no se oía sino el sonido agudo del silencio de esas horas de la noche, Isabel se quedó dormida. Soñó que César se había marchado dejándole una carta que ella encontró en el buzón de la entrada. Decía que se iba porque no podía soportar vivir con una persona que detestaba los perros. Era todo lo que decía la carta.
Comenzaba a aclarar cuando se despertó. Iban a dar las seis de la mañana. Rápidamente le vinieron a la memoria todos los hechos de la noche precedente. César no había vuelto.
La casa estaba oscura a causa de las cortinas cerradas. Bajó lentamente las escaleras y se dirigió a la puerta de la calle. ¡Allí estaba estacionado el auto de César! ¡Entonces César estaba en la casa!
Lo primero que se le ocurrió fue buscarlo en el cuarto de huéspedes. César habría ido a dormir allí para no despertarla. Abrió precipitadamente la puerta del cuarto, pero no había nadie. La cama estaba tendida como de costumbre. No bien empujó la puerta de vaivén que comunica el comedor con la cocina, Isabel percibió el olor. Buscó a tientas el interruptor de la luz en la pared porque aún estaba oscuro, y fue cuando sus dedos se encontraron con una sustancia viscosa y pegajosa que se le adhirió a la piel. ¡Sangre! En medio de la cocina, a pocos metros estaba el cuerpo degollado de César sobre un lago de sangre. En ese momento empezó a sonar el teléfono. Como un autómata, Isabel se dirigió a la otra habitación para responder. Pero solo levantó el auricular y lo volvió a colgar. Después marcó el número de la policía y se sentó a esperar a que llegaran.
IV
Según el informe médico, César murió entre once y doce de la noche. Unos días después, durante una redada de la policía en un barrio vecino, se encontró en un apartamento una billetera con los documentos de identidad de César Giraldo. Uno de los detenidos, un joven bajo los efectos de algún narcótico confesó que el viernes anterior, en la noche, él y su compinche habían entrado en una casa cercana por la puerta de servicio que se encontraba abierta. Que estando adentro, vieron a un hombre que amenazó golpearlos. Se asustaron y se defendieron con lo primero que pudieron agarrar, un enorme cuchillo de cocina. No tenían intenciones de matarlo. Solo querían robar joyas, o algo de dinero.
Ese mismo día, cuando Isabel se marchaba por la tarde en compañía de una amiga que había venido a ayudarla, un momento antes de bajar, al pasar delante del ventanal del salón, se detuvo un instante, y al volverse le dijo a su amiga con voz que era casi un susurro:
–¡Qué extraño, ya no está esa vieja en la casa de enfrente!
París, 1986
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Regreso a Camargo

La noticia de la muerte de su padre le llegó en un telegrama que había sido enviado desde Camargo por un familiar suyo que ella no conocía y que se identificaba nada más con el apellido Durán. Había tantos Durán en la región, y todos al parecer pertenecientes a la misma familia, que cómo saber quién era la persona que mandaba el aviso.
¡Qué importaba! La muerte de su padre le llegó como esas noticias de catástrofes de las que uno se entera por la prensa y que nos hacen estremecer durante unos segundos pensando en lo horrible que debió haber sido, pero bastaba con pasar la página del periódico para olvidarlo. Esa fue exactamente la reacción de Marina Durán aquel día cuando leyó el cable que el mensajero le dejaba en el escritorio. “Gabriel se suicidó anoche. Entierro hoy”. La fecha era 2 de septiembre de 1974. De modo que su padre se había suicidado. Lo último que supieron de él, y de eso hacía varios años ya, era que andaba perdido en el alcohol. Se quedó pensando en la palabra “anoche”. ¿Qué había hecho ella anoche? ¿Qué estaba haciendo ella exactamente en el momento en que su padre accionaba el gatillo sobre su sien? Porque no tenía duda de que había sido un disparo. Fue una inquietud que le pasó fugaz por la mente.
Leyó repetidas veces la frase del telegrama y la palabra Durán de la firma que no lograba asociar a ningún rostro conocido. En la oficina se escuchaba el tecleo insistente de una máquina de escribir, y de vez en cuando, los pasos de tacón alto de alguna de las secretarias andando de un lado a otro. Al cabo de unos segundos, ni la frase, ni el nombre, ni el papel color crema del telegrama que todavía sostenía en sus manos, parecían tener algún valor. Era como si leyera un mensaje dirigido a otra persona, lo que allí se decía no le concernía directamente.
El jefe de sección le preguntó si le pasaba algo.
–No es nada –dijo ella. Y le alargó el cable para que lo leyera.
–Si quieres, vete a casa –propuso el jefe.
–No, no –respondió con una sonrisa de desdén. –No vale la pena. Lo que no entiendo es por qué me avisaron. A mi padre solo lo vi una vez en mi vida, y de eso hace ya muchos años.
Y siguió trabajando sin volver a acordarse del telegrama. Varias horas más tarde pensó que quizá debería llamar a su madre para contárselo.
***
Entre el día en que Marina recibió esa noticia y el proyecto de viajar a Camargo pasaron cinco años. Era el mes de julio. A las dos de la tarde el calor era sofocante. Alguien le señaló un hotel bastante bueno que quedaba a pocos pasos de la estación de buses. En cuanto escribió su nombre en el libro de registro del hotel, el recepcionista le preguntó, mirándola con curiosidad:
–¿De los Durán de por aquí?
–Es la primera vez que vengo a Camargo –respondió.
Algo en la expresión del hombre le hizo darse cuenta de que a éste su cara no le resultaba desconocida. No cabía duda de que ella era de los Durán de la región.
Camargo es una ciudad pequeña y sin ningún atractivo. Una ciudad desteñida, como son todas por allí, tal vez a causa del sol que desgasta tan rápido los colores. Las calles tienen un aspecto descuidado, e incluso las que están bien pavimentadas se ven empolvadas, no es raro que alguna alcantarilla rota haya arrastrado agua y tierra de alguna calle vecina destapada.
Nadie va a Camargo por gusto. La gente que se detiene ahí es porque está de paso para Valledupar, para Santa Marta, o para Riohacha, según la dirección de la que vengan.
–¿Vino a visitar a algún familiar?
–En cierto modo sí. ¿Me podría indicar de qué lado está el cementerio?
Esa misma tarde, cuando el sol ya no estaba tan alto, Marina salió en la dirección que le había dado el hombre del hotel. Ya casi oscurecía cuando le tocó regresar sin haber encontrado el nombre que buscaba en ninguna de las losas del cementerio.
–Hay otro cementerio en la salida para el Valle –le explicó el recepcionista por la noche. –Es el cementerio judío, que está medio abandonado porque ya casi no quedan judíos por aquí. Los judíos de Camargo se han ido marchando, ahora solo quedan unos pocos viejos que si no se han ido es porque no quieren abandonar las casas en las que han vivido toda la vida.
Al día siguiente, medio Camargo sabía que una tal Marina Durán andaba por allí buscando una tumba. Lo supuso, por la manera cómo la miraron algunas personas por la calle. El cementerio judío estaba, de verdad, completamente abandonado. La yerba y la maleza habían invadido el terreno y casi no se veían las lápidas en el suelo. Fue removiendo con las manos ramas y raíces que Marina encontró lo que buscaba: Gabriel Durán, 1913-1974. Solamente habían pasado cinco años y la placa estaba completamente cubierta por la vegetación. ¡Cómo era posible que los Durán de Camargo lo hubieran olvidado de esa manera! En ese momento Marina sintió la pena que hubiera debido sentir cuando leyó el telegrama. La visión del nombre de su padre cubierto por la maleza le ponía súbitamente de manifiesto la fuerza del olvido. El mundo se había olvidado de Gabriel Durán, ese que alguna vez fue el hombre más importante en la vida de su madre. Y, quién sabe, también, a pesar suyo, en la propia vida de Marina.
Se puso a arrancar los matorrales para despejar completamente la lápida. Se le hacía raro pensar que abajo, a unos metros, estaba él, lo que quedaba de él. Ese hombre que, de niña, ella no se cansaba de mirar en la fotografía grande que su madre había puesto en un portarretratos en una de las mesas de la sala. Se entretenía largos ratos delante de la foto, mirándole detenidamente la forma de los cabellos, la frente, los ojos. Su padre tenía una manera de mirar que ella quería copiar y reproducir con sus propios ojos. Tenía la nariz respingada, entonces Marina se levantaba con un dedo la punta de la nariz para que se pareciera a la de él. En lo único en que se parecían era en la boca, en la sonrisa, “tienes la misma sonrisa de Gabriel”, le decía su madre. Cada vez que quería obtener algo de su madre, la niña sabía que debía poner “esa sonrisa de Gabriel” que desarmaba a la mujer y ya no era capaz de negarle nada a la hija.
De niña, Marina no se cansaba de pedirle a la madre que le contara cosas de su papá. Lo malo era que casi siempre la historia terminaba con que él las había abandonado antes de que ella naciera. Pero durante el relato, Gabriel era el más hermoso de todos los hombres, ese del que todas las mujeres estaban enamoradas, el más elegante, el más apuesto, y el más valiente. Tal vez lo de la valentía había sido una añadidura de la hija, que no podía evitar que la figura del hombre de la fotografía se le confundiera con la de algunos héroes de películas que había visto. Incluso el abandono de Gabriel aparecía relativizado a los ojos de la niña, porque en algún momento de la historia su madre siempre sugería que el abandono había sido en realidad culpa de una pérfida mujer que se había entrometido apartándolo de ellas. Después le diría que no había sido solo una, sino muchas las pérfidas que se le habían atravesado en el camino al pobre Gabriel Durán. En el fondo, su padre no había sido un mal hombre, las malas eran esas mujeres.
Ahora su padre estaba enterrado en ese lugar miserable, reducido a una placa con dos fechas. Un cementerio en ruinas. Marina no sabía qué sentir ante la evidencia de ese espectáculo de abandono mezclado con sus escasos recuerdos. Hasta sus 16 años, aquel hombre no había tenido más realidad que la de los afiches de los actores de cine que tenía pegados en una pared de su cuarto. Su padre no había existido sino en su imaginación.
1913-1974. Es el tiempo de una vida humana. Todas las vidas se encuentran limitadas entre dos fechas, éstas eran las de su padre. ¿Por qué le estaban viniendo súbitamente tantos deseos de llorar? ¡Qué sentido tenía llorar por alguien que llevaba cinco años muerto! Si no había llorado el día que recibió la noticia, ni los días y años que siguieron, ¡por qué iba a llorar ahora por el solo hecho de encontrarse al pie de una lápida con un nombre y dos fechas!
Gabriel Durán solo existió para ella de manera real durante tres días. Los tres días en los que él fue a Bogotá, y desde un hotel en el centro las llamó por teléfono a ella y a su madre diciendo que quería verlas. Ella acababa de cumplir 16 años. Antes y después de esos tres días, él solo fue un fantasma presente en su vida desde sus primeros recuerdos. Una leyenda fabricada a partir de las historias de su madre, del retrato grande de la sala, y del recuerdo de aquella visita de tres días.
Deberías quitar esa foto y guardarla en alguna parte, o romperla, le decía a su madre. Fue en esos años adolescentes, cuando Marina comenzó a rebelarse contra sus padres, es decir, contra su madre y contra la fotografía de la sala; contra la pasividad y la resignación de la madre, contra el fantasma que habitaba el recuerdo de las dos mujeres. Su mamá no entendía que había que destruir a ese ser inútil que ambas llevaban dentro. En realidad, tampoco Marina en ese entonces lo entendía, y esos años fueron difíciles para las dos.
En ese momento se escuchó el ronroneo de un auto. Un hombre la observaba desde una camioneta verde estacionada en la vía. Cuando ella hizo el gesto de dirigirse hacia él, el hombre pisó el acelerador y se fue. Era mediodía. Aunque el sol golpeaba con toda la fuerza de esa hora, hacía fresco en el cementerio. Tal vez a causa de las losas en la tierra, o de los arbustos que habían ido creciendo salvajemente por allí. O quizá a causa de los muertos, pensó, sintiendo de repente deseos de alejarse rápido del lugar.
En el camino de regreso se entretuvo un poco pensando quién podía ser el hombre de la camioneta y por qué había ido a observarla. Estaba dispuesta a largarse esa misma tarde de Camargo. Ya había visto la tumba del padre, que era el objetivo del viaje. No había nada más qué hacer allí. Qué raro era que la historia del hombre enterrado en ese lugar estuviera tan ligada a la suya de una manera que ella nunca había buscado pero que no había podido evitar. El cementerio de Camargo en su abandono era un escenario perfecto para la miseria de la muerte. Allí se sentía la insignificancia de la vida, la desolación y el vacío que se instalan con la muerte. En el cielo volaban un par de pájaros negros, gavilanes comedores de carroña, y aunque volaban muy alto, le llegó claramente el ruido de sus graznidos, tanto era el silencio a esa hora en el camino.
Quería coger esa misma tarde el bus para Santa Marta en donde debía estar esperándola Marcel. Iban a pasar juntos tres semanas de vacaciones muy merecidas en un hotel frente al mar. De ese modo, cerraría de la mejor manera el capítulo relacionado con su padre. Mientras tomaba una ducha larga en el hotel, pensaba que la visita a Camargo le iba a servir al menos para deshacerse por completo del fantasma del padre. Los muertos no están en las tumbas sino en las cabezas de quienes los recuerdan. No lo iba a borrar de su memoria porque eso era imposible, pero esta visita era como una despedida. El último adiós a la imagen gaseosa que todavía conservaba de Gabriel Durán. De todos modos, hubiera preferido que su tumba se hallara en el cementerio principal, donde estaban las bóvedas grandes con los nombres de los otros Durán de la familia. ¿Por qué los Durán habían marginado a Gabriel después de muerto?
La idea de venir a Camargo a buscar la tumba del padre se le presentó hace cosa de un año. En un comienzo no se atrevió a decírselo a nadie, a su madre por supuesto que no, pero ni siquiera a Marcel, con quien se casó al año siguiente de la muerte de su padre. Todo fue porque, después del matrimonio, comenzó a tener sueños en los que la figura de Marcel y la de su padre se le confundían. En uno de esos sueños se había visto casándose con Gabriel Durán tal como estaba en la foto de la sala, y se había despertado con una sensación de disgusto, de repulsión hacia sí misma, que le había durado varios días. Al final se lo contó a Marcel, que es psicólogo y le dio una de esas típicas explicaciones freudianas que no la convenció. Pero siguió teniendo sueños raros, fue cuando decidió que a la primera oportunidad haría un viaje a Camargo a ver si eliminaba de una buena vez por todas el fantasma de aquel hombre-padre que insistía en perseguirla en sus pesadillas.
En realidad, los sueños con su padre le habían comenzado mucho antes, al poco de conocer la noticia del suicidio. Había temporadas en las que soñaba seguido con él, y se sentía inquieta durante unos días. Después se le pasaba y no volvía a recordarlo en algún tiempo. Pero fue solo cuando la figura de Marcel comenzó a mezclarse en sus pesadillas que se le hizo imposible evadir el malestar que le causaban aquellas escenas absurdas que se le producían en la cabeza mientras dormía. Ese año ella y Marcel decidieron pasar las vacaciones en Santa Marta. Camargo estaba cerca. Era el momento de ir.
***
Si cogía el bus de las tres de la tarde, antes de las cinco ya estaría reunida con Marcel. Había terminado de vestirse cuando oyó que llamaban a la puerta. Era un empleado del hotel. Abajo la estaba esperando una persona de su familia, le dijo. ¿Quién podía ser?
No estaba segura, pero aquél parecía ser el mismo hombre que la había espiado en el cementerio.
–Jesús Durán –dijo tendiéndole una mano. –Esta mañana te vi por los lados de la tumba de mi papá –añadió.
Cuando abandonó a su madre, Gabriel se casó con una mujer de Camargo y tuvieron tres hijos varones. Este debía ser el mayor, porque parecía de su misma edad. Enseguida se acordó de que su madre siempre se sintió celosa de aquellos tres varones. Nunca lo dijo claramente, pero Marina sabía que ella pensaba que de haber tenido un hijo hombre, Gabriel nunca se habría ido. ¡Qué mala suerte tuviste, mamá, de que te hubiera nacido yo y no un niño! Se lo echaba en cara cuando se disputaban y ella quería hacerle daño tocándole el tema de su nacimiento, y la debilidad que su madre nuca dejó de sentir por ese hombre.
De modo que este era Jesús, el mayor. Cuando la madre de Marina supo que la otra mujer estaba encinta, se puso a rezar para que le naciera una hembra. Ella ya ni se acordaba de cómo se había enterado de esas cosas. Tal vez se lo había contado una de las hermanas de su madre. Si paría un hijo, la mujer ataría definitivamente a Gabriel y ella perdería cualquier esperanza de que él regresara algún día.
–¿Sabes quién es Roberto Durán?
–No.
Roberto era el mayor de los hermanos de Gabriel, y el más rico de la familia Durán.
–Quiere que vengas a alojarte en su casa, quiere conocerte.
–No es posible –contestó Marina–, ya estoy a punto de marcharme de Camargo.
El hizo un gesto de extrañeza:
–¿Viniste a Camargo solamente para ver el lugar en donde está enterrado?
¡Qué se había creído esa gente que había venido ella a buscar a Camargo!
–Si, solamente para ver una tumba que parece que a nadie en este pueblo le importa. –Después dijo que debía darse prisa y subió a su habitación a buscar la maleta.
A esa hora, el sol pegaba de frente sobre la fachada principal de la construcción de techo alto que servía como estación de buses de Camargo. El lugar estaba desolado. No había ni siquiera una persona detrás de la ventanilla de venta de pasajes. Se sentó a esperar en la única banqueta de madera que estaba recostada contra la pared del lado donde daba la sombra.
El bus para Santa Marta estaba retrasado. Poco a poco habían ido llegando otras personas. Le tranquilizó saber que no era la única que esperaba ese bus. ¿Es normal que se retrase tanto? Preguntó a la mujer que se había sentado a su lado. Ya llevaba hora y media de retraso. Marcel iba a preocuparse. Entonces vio a Jesús Durán que la observaba del otro lado de la calle, recostado sobre la portezuela de su camioneta verde, en pleno sol. ¿Qué querrá ahora el hermano? ¿Estará ahí nada más por la curiosidad de ver a la hija mayor de Gabriel Durán? De repente sintió el impulso de levantarse y dirigirse a él.
–El bus está retrasado, ¿sabes si hay otra manera de ir a Santa Marta?
–Hay uno que otro taxi, pero no es seguro que te quieran llevar –respondió Jesús Durán con ese gesto de desidia que parecía tener todo el mundo por ahí.
Se quedaron un rato en silencio. Marina miraba al otro extremo de la calle esperando ver aparecer el bus o cualquier cosa que rompiera la monotonía del momento.
–La invitación de Roberto sigue en pie –dijo. –Tiene ganas de conocerte.
–¿Por qué? Toda mi vida no he tenido contacto con ustedes, ¿por qué querría comenzar ahora?
Jesús Durán no se parecía en nada a su padre, se le ocurrió a ella mientras lo miraba esperando una respuesta. Un bus que iba para Valledupar arrancó dejando una espesa nube gris en el ambiente.
Durante unos minutos nadie dijo nada. Fue en esos momentos de silencio, mientras veía desvanecerse la humareda contaminante dejada por el vehículo, sintiendo que el calor le humedecía la blusa en la espalda, que a Marina se le ocurrió que quizá no era mala idea ir a ver qué quería Roberto Durán. En el fondo, casi se alegraba de que el bus no hubiera aparecido. Y no era verdad que le preocupara no llegar a tiempo a la cita con Marcel. Súbitamente tuvo el presentimiento de que todavía no había acabado de hacer lo que había ido a hacer en Camargo. Se trataba solo de una vaga inquietud que siguió tomando forma a medida que los minutos pasaban, y Marina comenzó a tener miedo de que apareciera el bus al otro extremo de la calle y verse obligada a irse llevándose adentro esa inquietud inexplicable.
–Necesito hacer una llamada urgente a Santa Marta.
–Desde la casa de Roberto podrás llamar por teléfono.
Subieron a la camioneta. En ese momento vieron aproximarse por el otro lado el bus con la indicación de Santa Marta, pero ninguno de los dos dijo nada.
–Tú lo conociste, ¿verdad? –dijo Jesús.
***
Cuando recibieron aquella llamada telefónica anunciando su presencia en la ciudad y sus deseos de verlas, Marina, a sus 16 años, se hallaba en una fase de desprecio profundo hacia el hombre de la fotografía. No se cansaba de decirle a su madre que quitara la foto de la sala. ¿Por qué no te enamoras de otro hombre? No era una pregunta, era casi una recriminación. De haber tenido un nuevo marido, ella habría podido tener más independencia, habría podido liberarse de la asfixiante dedicación que le prodigaba su madre. Ese había sido en buena parte el origen de todos los conflictos entre las dos mujeres: la hija por liberarse del peso agobiante de la protección materna, y la madre por aferrarse cada vez más a lo único que le quedaba de aquella pasión de juventud, que era esa hija.
–Era la primera vez que lo veía –dijo mirando distraídamente por la ventanilla del vehículo las casas de Camargo –pero recuerdo que enseguida lo reconocí.
Estaba más viejo que en la fotografía, pero se ajustaba todavía a esa imagen: el hombre apuesto del que todas las mujeres se enamoraban. Todo el desprecio de la adolescente rebelde se esfumó de repente ante su presencia real, su sonrisa amplia y una simpatía que sedujo a la muchacha desde el primer momento. A pesar de sus arrugas, el hombre le había hecho tan buena impresión que esa noche le dijo su mamá: si no se tratara de mi padre, creo que hasta yo me enamoraba de él. Y ambas se rieron bastante con la ocurrencia.
Tres días duró la visita de Gabriel Durán en Bogotá. Tres días en los que las llenó de regalos, y se hizo perdonar, y las amó y se dejó amar por las dos mujeres. Hasta lloraron un poco los tres el día de su partida. El prometió que volvería pronto. Después de eso, Marina le escribió varias cartas a la dirección que tenían de él en Camargo. Pero él solo contestó una vez, y después de bastante tiempo, pidiendo excusas por no haber respondido antes. Así se fueron pasando los meses, un año y otro año, hasta que, a Marina, aquel encuentro con su padre comenzó a volvérsele un recuerdo borroso en la memoria. La vida volvió a ser como era antes de aquella visita inesperada. Su madre volvió a ser la misma mujer pasiva y absorbente que obstaculizaba sus deseos de libertad; y su padre no era sino un Don Juan de provincia, en realidad un pobre hombre de carácter débil, un frustrado, porque, que se supiera, nunca había logrado nada en la vida, quizá nunca se había propuesto nada. Un inútil que había vivido a la sombra de la riqueza y el poderío local de los otros Durán.
–Nunca más volvimos a saber de él –dijo Marina como para sí misma –hasta el día de la noticia de su muerte.
Era una casa grande y bien cuidada en el mejor sector de Camargo. Ese lado de la ciudad era completamente distinto a lo que Marina había visto hasta ahora: el barrio del hotel y de la estación de buses, y la ruta hacia el viejo cementerio.
–Por qué tienen tan descuidada la tumba –se atrevió a preguntar.
Ya nadie va por allá, respondió Jesús. Mi mamá y mis hermanos no viven en Camargo. Mucho antes de la muerte de Gabriel ya se habían ido. Solo vinieron el día del entierro.
Jesús le contó también que cuando sus padres se separaron, él prefirió quedarse con Gabriel en Camargo, hasta que éste trajo a otra mujer a vivir en la casa, entonces se marchó a vivir con su tío Roberto.
–La única persona que iba al cementerio, al principio, era una muchacha con la que Gabriel tuvo asuntos en sus últimos meses. Estaba embarazada cuando él murió. Iba a veces a limpiar la tumba. Hasta que se puso a vivir con otro hombre y no volvió más.
Mientras esperaban a Roberto Durán en el porche de la casa, Jesús le contó que su padre había tenido varios hijos. Nadie sabía a ciencia cierta cuántos muchachos de su sangre andaban por ahí regados en la región. A algunos de ellos los reconoció, pero no a todos. En Camargo, todo el mundo sabía de los líos que habían armado algunas mujeres exigiéndole el apellido para los niños. Él decía que, ante la duda, mejor negarse. Pero el último, el de la muchacha embarazada, debía estar a punto de cumplir cinco años. Parece que ese sí era suyo. Lo malo fue que se murió antes de poder darle el apellido.
Marina no pudo evitar reír ante la idea de la cantidad de hermanos que le habían aparecido de repente. Ella, que había crecido como hija única.
–Además –dijo Roberto Durán que acababa de entrar y escuchó la última parte de la conversación, –Gabriel solo tuvo varones. Tú eres la única mujer de esa descendencia.
¡Qué ironía! Tendría que decírselo a su mamá.
Marina se quedó esa noche a comer y a dormir en casa de los Durán. Llamó por teléfono a Marcel en Santa Marta y quedaron en que él vendría a buscarla al día siguiente temprano en la mañana.
Roberto Durán tenía el cabello completamente blanco y no se parecía en nada a Gabriel. Era moreno, de baja estatura y aspecto ordinario, exactamente lo contrario de su padre. Hablaron bastante durante la comida.
–Yo nunca quise mucho a mi hermano, y aquí en Camargo eso no era un secreto para nadie. Cuando murió, algunos llegaron a decir que no había sido un suicidio, sino que yo lo había matado.
Nada de lo que contaba Roberto sobre Gabriel le resultaba familiar. Era como oír hablar de un extraño, de alguien completamente ajeno a su vida. Roberto no tuvo reparos en confesar que, a pesar de todo lo que despreciaba en su hermano, en el fondo siempre le tuvo envidia. De joven, Gabriel había sido un muchacho estudioso, había ido a la universidad en Bogotá. Era buenmozo, y después de los estudios regresó a Camargo con la imagen de un hombre culto y refinado. Gabriel era el Durán con el que todos querían estar, en cambio él, siempre metido en los potreros y en los campos de algodón. Parecía un peón más de la finca.
Marina se sintió de repente solidaria con ese hombre para quien, de alguna manera, al igual que para ella y para su madre, la existencia de Gabriel había turbado su propia vida. Descubrió que tampoco Jesús era un fanático de su padre.
–Bebía desde que se levantaba, y después se enredaba con cuanta muchachita se le atravesara en el camino –dijo haciendo una mueca de desprecio con la boca.
Se alegraba de haber aceptado la invitación de los Durán. Todo lo que ellos decían le sonaba a revancha.
Cenaron en la terraza que daba al patio de la casa. En algún momento los tres se quedaron en silencio y nada más se oía el aletear de los avechuchos en las luces del techo. Una anciana se acercó arrastrando con cada paso la suela de las pantuflas y se puso a recoger la mesa haciendo un ruido de cubiertos y platos que contrastaba con el silencio de ellos. Cuando se alejaba con la bandeja llena, un cuchillo se deslizó cayendo al suelo de baldosas blancas produciendo un ruido metálico seco que hizo sobresaltar a Marina.
–¿Por qué insistieron tanto en que yo viniera? –preguntó dirigiéndose al hombre mayor.
–Fui yo quien te mandó el telegrama cuando Gabriel murió. Hubiera querido que vinieras al entierro y abrieras esa carta tú misma. La única carta que él escribió antes de matarse estaba dirigida a ti.
–¿Una carta para mí? –preguntó extrañada.
–Nos tocó abrirla porque no viniste, ni diste señas de querer hacerlo más tarde. Esa carta era la única prueba de que la muerte de Gabriel había sido un verdadero suicidio y no lo que la gente se había puesto a decir.
–¿Dónde está la carta? ¿Qué decía?
Roberto Durán se levantó y volvió al rato con un sobre blanco largo en el que estaba escrito su nombre con una letra que ella reconoció enseguida.
No eran sino las ocho de la noche, pero Roberto Durán dijo que se iba a la cama. Él era de los que se acostaba con las gallinas porque antes de las cuatro de la madrugada ya estaba en pie para irse a los potreros. También Jesús anunció que tenía que salir. Le dijeron que se quedara, si quería, en el patio tomando el fresco. Como al día siguiente, probablemente, no se verían, se despidieron de ella dándole la mano. Fue solamente en ese momento, en esa manera distante de despedirse que Marina se dio cuenta de lo ajena que era la situación que estaba viviendo, de lo extraños que eran esos dos hombres con los que acababa de pasar varias horas juntos. Dos desconocidos. Y ni siquiera el ofrecimiento que al final le hiciera Roberto Durán, si alguna vez necesitas algo, ya sabes que puedes contar con nosotros, la hizo cambiar de opinión.
La casa era grande. A esa hora el patio estaba lleno de murmullos nocturnos. Por entre algunos árboles se escapaban los reflejos amarillos de algún bombillo puesto allí para romper la oscuridad. Desde adentro le llegaba a veces el ruido de los pasos de la vieja sirvienta que caminaba arrastrando los pies. Pensó en la expresión indolente en el rostro de Jesús Durán, que no se le quitó ni cuando dejó ver el desprecio que sentía por el padre. Marina no necesitó conocer mucho a Gabriel para saber que era la figura opuesta de Roberto Durán. ¡Qué hacía ella allí, de repente sola en un lugar extraño con una carta vieja de cinco años en la mano! Pensar que había venido a Camargo a deshacerse de un mito para siempre y ahora resultaba que se encontraba con las últimas palabras de aquel fantasma como herencia.
La leyó varias veces. Antes de morir, su padre solamente había pensado en ella, y le había escrito dos páginas largas llenas con los remordimientos de su vida. Quizá le había escrito a ella porque estaba seguro de que ni su hijo mayor, Jesús, ni su hermano Roberto entenderían lo que él quería decir. No era una carta de perdón. Al final de su vida, Gabriel no les pedía perdón ni a Marina, ni a su madre, ni a toda la gente que se creía ofendida con su comportamiento. Al contrario, en esa carta, escrita seguramente en estado de ebriedad, como le comentó Roberto al entregársela, se declaraba inocente, e incluso víctima de todos ellos y de las circunstancias que lo habían rodeado. Gabriel Durán le escribía a ella porque estaba seguro de que solamente su hija Marina comprendería el sentido de sus palabras.
Gabriel estaba loco, oyó decir a Roberto un rato antes mientras ella leía. Sin levantar los ojos del papel, le contestó: Estas no parecen ser las palabras de un loco.
Pero no estaba segura de si lo que acababa de decir era verdad o lo había dicho solamente para contrariar al hermano de su padre con quien ahora, a causa de la carta, se sentía menos afín. Después de esos los tres se quedaron en silencio. Hasta que Roberto dijo que se iba a la cama, y se despidieron con un apretón de mano.
De repente no se sintió a gusto en el patio. Entró por un corredor mal iluminado y trató de acordarse de cuál era la puerta que correspondía a la habitación que le habían asignado. Tenía miedo de equivocarse de cuarto. De abrir una de esas puertas y encontrarse con el cuerpo dormido de Roberto Durán. Tenía miedo de estar allí en ese corredor en la penumbra, en medio de objetos extraños. Por ese corredor habría caminado, quizás, quién sabe cuántas veces, Gabriel Durán. Tal vez debía marcharse de allí, pero no tenía el valor de irse a esa hora de la noche. Por fin se decidió por una de las puertas. Puso la carta sobre la mesa de noche y se acostó cubriéndose con la sábana hasta la cabeza.
***
Marcel se presentó al día siguiente temprano. Marina tenía unas ojeras enormes bajo los ojos, pero él no le dijo nada. La misma vieja de la noche anterior se acercó para decirles que el desayuno estaba servido en la mesa. Ella solamente se tomó el café.
–¿No te importa si nos detenemos un instante en el cementerio? –preguntó cuando se iban.
–Como quieras, pero pensé que ya había estado allí.
–Sí, es solo un instante.
Todo estaba tal cual a como ella lo había dejado el día anterior. Las yerbas y matas que había arrancado estaban esparcidas cerca de la lápida. Marina se detuvo de nuevo delante de la inscripción. Marcel se le acercó y le pasó el brazo por los hombros. A ella le pareció que era una caricia de Gabriel y sonrió sin atreverse a volver el rostro para que el encanto del roce no se perdiera.
–Creo que me pasé toda la noche soñando con él.
–Por eso tienes esas ojeras. Vámonos ya, Marina.
Las vacaciones en Santa Marta fueron un desastre. El primer día, Marina estuvo tanto rato en la playa en pleno sol que sufrió una insolación. En la noche tuvo una fiebre alta y se puso a delirar, a decir cosas absurdas. En ese delirio, nombró repetidamente una carta. Por eso, en cuanto estuvo mejor, Marcel le preguntó cuidadosamente de qué carta se trataba. Marcel quería interrumpir las vacaciones y regresar enseguida a Bogotá, pero ella se negó.
–Yo no creo que él hubiera escrito esta carta estando borracho –comentó Marcel después de leerla. –Hay algunas incoherencias, pero parecen premeditadas.
–No te la mostré antes porque debes estar harto de oírme hablar de él.
–No importa –repuso Marcel devolviéndole la carta.
Unos días más tarde, Marina dijo que iba al centro a hacer unas compras. Estando allí se le ocurrió que si tomaba un taxi podría ir un momento a Camargo. Volvería en el mismo taxi y estaría de regreso en el hotel a la hora del almuerzo, de esa manera Marcel no se enteraría de su escapada. En la cara todavía estaban visibles las señales de la insolación.
Con el pretexto de que no podía tomar el sol, Marina tomó la costumbre de ir todas las mañanas al centro de la ciudad a hacer algunas compras. La tercera vez que esto sucedió, y en vista de que ella siempre regresaba sin haber comprado nada, Marcel la siguió disimuladamente. La vio subir a un taxi y salir por la carretera de Camargo.
–¿Por qué vas a Camargo todos los días? –le preguntó esa tarde.
–Lo siento. Es solamente para ponerle unas flores en la tumba. No sé si lo entiendes. Camargo está tan cerca. Después nos iremos de Santa Marta y ya no volveremos en mucho tiempo.
–Pero, Marina, te has pasado cinco años sin ver esa tumba, ¿por qué se ha vuelto ahora algo tan importante? ¿Qué explicación le das a tu comportamiento?
–¿De verdad te resulta tan extraño mi comportamiento?
Marcel no supo contestar.
–Será que me estoy volviendo loca.
Esa noche Marina llamó por teléfono a su madre en Bogotá, pero no le contó nada, ni de la carta, ni de sus continuas idas a Camargo. Ni siquiera le contó que había pasado una noche en casa de los Durán. Solamente le dijo que había visto la tumba. Tampoco le habló del abandono en el que la había encontrado, ni de que estaba en un cementerio en ruinas. También la llamaba porque quería hacerle una pregunta: ¿Tú lo quisiste de verdad? En la carta, él declaraba que nunca se había sentido amado por ninguna mujer, y no hacía excepciones. Tampoco su madre lo había amado. Pero eso no era lo que más lamentaba Gabriel Durán. Lo que le dolía era el hecho de no haber conseguido hacerse querer de la única mujer que le importaba realmente en la vida, Marina, su única hija.
–¿A qué viene eso ahora? –preguntó la señora por el teléfono. –Tu mejor que nadie sabes lo que él significó siempre para mí. Y después añadió: –Para mi desgracia.
Marina volvió a acordarse de que, los días que siguieron a aquella única visita de su padre, ella no quería salir de casa, esperando la llamada telefónica que él había prometido hacerles al despedirse. Uno de esos días fue casualmente su cumpleaños. Estaba segura de que esa mañana sí la llamaría. Llevaba días imaginando cómo iba a hacer la conversación que tendrían. Tenía tantas cosas que contarle. Cada vez que el teléfono sonaba, corría a contestar, y no podía evitar que la voz se le apagara cuando constataba que se trataba de otra persona. Por la noche estuvo tan deprimida que se metió temprano en la cama y no quiso pasar al teléfono cuando una amiga la llamó para felicitarla, ni comer una tajada de la torta que había hecho su madre. Marina se acordó también de la reacción inesperada de su madre. La mujer se acercó a su cama llorando, porque no era posible que su hija tuviera que sufrir ahora por la ingratitud e irresponsabilidad de ese hombre. Gabriel Durán ya la había hecho sufrir a ella bastante. No podía aceptar que él reapareciera para causarle pena a su propia hija. Por favor, Marina, no seas tonta, no le des importancia a un hombre que nunca supo comportarse como padre.
Su madre se había aplicado desde el comienzo de su existencia a hacer que ella lograra querer a un padre ausente –una fotografía en la sala y unas cuantas historias– y ahora que ella había conseguido amarlo después de la visita, la madre salía con que Gabriel Durán había sido un irresponsable.
Ahora Marina estaba convencida de que su madre no había querido realmente al hombre al que se había pasado la vida esperando. Su madre se había comportado igual que las otras mujeres, lo único que querían era tener al lado un marido ‘responsable’. Su padre tenía razón en la carta. La única persona que hubiera podido quererlo de verdad, a pesar de sus defectos, era ella, su hija. Con esta carta, Gabriel Durán esperaba que, si su hija no lo había podido amar en vida, que al menos lo amara después de su muerte. Por eso la había escrito. Porque si alguien podía mantener un sentimiento honesto y desinteresado hacia él, esa persona era ella. Desde la primera lectura de la carta, Marina comprendió que se le había venido encima una gran responsabilidad: querer a Gabriel Durán. Eso era ya lo único que podía hacer por él. Y estaba dispuesta a hacerlo.
Pero estas cosas no se las podía explicar ni a su madre ni a Marcel. Por eso iba todos los días al cementerio de Camargo, y seguiría yendo hasta el final de las vacaciones, aunque su marido lo encontrara extraño y pusiera esa cara de psicólogo que Marina detestaba cuando iba dirigida a ella.
En una de las visitas al cementerio vio la camioneta verde de Jesús Durán, y a éste recostado a un árbol con ese aire de apatía que no se le quitaba nunca. Tenía una pajita entre los dientes que se le cayó cuando abrió la boca para decirle:
–Qué gusto raro, venir todos los días a este lugar.
Ella se encogió de hombros.
–No estarás pensando en venirte a vivir a Camargo, ¿verdad? Si es el caso, ya sabes que puedes contar con nosotros. En la casa del tío hay espacio de sobra.
Marina se rio.
–No estoy pensando instalarme en Camargo –dijo con un dejo de altanería. –Tengo un buen trabajo en Bogotá, y mi marido es profesor universitario –mientras arreglaba unos claveles amarillos que había puesto el día anterior. Le molestaba que los Durán estuvieran al corriente de sus visitas al cementerio.
Esa noche Marcel le preguntó:
–¿En qué piensas cuando estás delante de la tumba?
–No pienso en nada, solamente pongo las flores y me devuelvo –contestó con una actitud de prevención, como preparándose para un interrogatorio de esos a los que sutilmente él la sometía cada vez que quería averiguar algo que ella estuviera supuestamente ocultándole.
–Estas están siendo las vacaciones más raras de mi vida –se decidió a decir finalmente Marcel de manera abierta. –Vinimos aquí para estar juntos, pero tú desapareces todas las mañanas y a mí me toca deambular solitario por la playa.
Como ella no respondiera, insistió:
–¿No me quieres contar lo que te pasa?
–No me pasa nada, te lo juro. Y si lo prefieres, no vuelvo más a Camargo. Y punto.
–Lo único que quiero es que me hables de lo que te está pasando –replicó Marcel suavemente.
Esa noche, mientras tomaba una ducha después de regresar de la playa, Marina tuvo súbitamente deseos de llorar. Las lágrimas comenzaron a salirle copiosamente y le corrían por la cara confundiéndose con el agua. Cuando salió del cuarto de baño tenía los ojos enrojecidos, la garganta seca, y el cuerpo le ardía de fiebre. En ese momento Marcel no estaba en la habitación, por eso no la vio así, y cuando volvió, ya Marina estaba en la cama, completamente cubierta con la sábana.
Igual que la primera noche, volvió a tener alucinaciones y a decir cosas incoherencias. Marcel decidió que regresarían mañana en el primer avión. Pero por la mañana Marina seguía todavía con una fiebre muy alta así que lo más aconsejable era trasladarla a un hospital. Allí un médico dijo que parecía un caso de paludismo porque tenía todos los síntomas. Pero cuando pasados tres días la fiebre seguía sin ceder a pesar de los antibióticos, y ella seguía delirando en las noches, que era cuando más se le subía, Marcel empezó a sospechar que se trataba de algo de origen nervioso, y se dispuso a arreglarlo todo para trasladar a su esposa cuanto antes a un buen hospital en Bogotá.
–No me acuerdo de lo que sueño, pero me siento terriblemente cansada cuando despierto –decía.
Según Marcel, ella nombraba a Jesús y a Roberto Durán, y mencionaba algo que había visto una noche en casa de ellos en Camargo.
–No recuerdo haber visto nada especial esa noche. Solo me acuerdo de que tenía miedo por algo, pero no sabía qué.
El siguiente día, Marina amaneció con el cuello rígido, no podía girar la cabeza para ningún lado, y tenía la voz tan ronca que casi no se le entendía lo que hablaba. En un momento en que se quedó sola en la habitación, haciendo un gran esfuerzo, se levantó y se acercó a la ventana. Su cuarto estaba en un segundo piso y daba a una calle estrecha. El sol caía inclinado, cubriendo solamente la parte superior de las edificaciones de enfrente. Allí estaba, estacionada en la acera opuesta, la camioneta verde. Le dolía la cabeza. Cuando Marcel volvió, no se atrevió a hablarle del asunto. No se lo dijo porque, al cabo de un rato, ella misma ya no estaba segura de haber visto la camioneta en la calle. Ni siquiera estaba segura de que se había levantado de la cama. Además, por allí debía haber muchas camionetas parecidas a la de Jesús Durán.
¿Qué había sido lo que le había dado tanto miedo esa noche en casa de los Durán? Tal vez el hecho de la que hubieran dejado inesperadamente sola. El hecho de estar en una casa desconocida sosteniendo en sus manos el último testimonio de un hombre que unos minutos más tarde se iba a disparar una bala en la cabeza. Pero sus pensamientos eran desordenados. La debilidad en la que se encontraba no le permitía mantener fija la atención en un mismo asunto mucho rato. Aunque estaba despierta, tenía la extraña sensación de estar soñando, o de estar flotando en una región imprecisa entre el sueño y la realidad. A pesar de todo, no pensaba en Gabriel Durán, y cuando alguna vez ese nombre se le cruzó por la mente, apareció asociado con una cara desconocida, no con la cara de la fotografía de la sala de su casa.
No fue fácil arreglar lo del traslado a Bogotá. Era temporada de vacaciones y los vuelos estaban colmados. Les iba a tocar esperar dos días más y utilizar los cupos que tenían de regreso y que habían sido reservados antes de venir. Por la noche, Marina se sentía mejor, pero había perdido completamente la voz. Tenía deseos de escribirle una nota a Marcel diciéndole que quería ver una vez más la tumba del padre antes de que se marcharan, pero no se atrevió. Su falta de valor le produjo un ahogado acceso de llanto que solo se le fue pasando gracias a un calmante que le inyectó una enfermera. Los dos días que faltaban para el regreso, Marina los pasó sumida en un profundo estado de melancolía. Por momento le corrían lágrimas por las mejillas, en un llanto tan tranquilo y silencioso que parecía que ni ella misma lo advertía.
Marcel le entregó un cuaderno de notas para que escribiera todo lo que deseara. Ella ni siquiera lo abrió, prefiriendo refugiarse en un inquietante silencio y en una ausencia total de comunicación con Marcel. Lo abrió cuando ya casi se marchaban. Una enfermera la ayudó a ponerse la ropa. Ya se disponían a salir cuando Marina agarró la libreta y escribió con una letra clara, aunque debilitada: “Durante cinco años no me importó su muerte y ahora siento que tengo una deuda terrible con él”.
Marcel se alegró. Esa era una señal de que su mujer comenzaba a recuperarse.
Subiendo por la escalerilla del avión, Marina se detuvo un instante en uno de los peldaños y miró a lo lejos, en dirección al mar. Tenía el rostro demacrado y había perdido varios kilos. Una brisa cálida que soplaba con fuerza le deshacía los cabellos.
***
Varios meses le llevó a Marina recuperarse completamente de la melancolía en la que estuvo postrada durante su estadía en el hospital de Santa Marta. Después de eso pudo reiniciar la vida de antes, y a los dos años, ella y Marcel tuvieron un hijo. El hubiera preferido otro nombre para el niño, y no Gabriel como ella se empeñó en que se llamara. Para evitar contrariedades, y porque después de todo, ya Marina había superado la depresión, no se opuso a la escogencia.
Tres años más tarde, volvieron de vacaciones a Santa Marta. Un colega de Marcel les prestaba su apartamento en un edificio moderno y próximo al mar. Acordándose de la pesadilla vivida allí unos años atrás, Marcel estuvo dudando en aceptar el ofrecimiento, pero al final se dijo que no había nada que temer. Además, ahora estaba el pequeño Gabriel con ellos.
Era el mes de julio. Según decía la gente de allí, ese año estaba haciendo más calor que de costumbre. Una tarde en que Marcel y el niño hacían la habitual siesta después del almuerzo, Marina agarró las llaves del carro con la intención de ir al mercado a comprar los víveres que hacían falta para la cena de esa noche. Venía una pareja de amigos a comer con ellos. Eran casi las tres de la tarde y el sol brillaba sobre el asfalto negro de la carretera levantando destellos de luz. Fue sin pensarlo mucho, sin reflexionar sobre los inconvenientes de lo que hacía, que, en vez de dirigirse al mercado, Marina tomó la ruta de Camargo. Se sentía segura. Volvía a Camargo sabiendo que ya no quedaban en su cabeza ni rastros del fantasma de Gabriel Durán.
Camargo estaba tal cual a como ella lo había visto la última vez varios años atrás. Pasó delante de la estación de buses con su mismo aspecto de desolación a esas horas. No lejos de allí vio el hotel en donde seguramente todavía seguía aquel recepcionista curioso que no le había simpatizado. Dejó atrás la ruta que llevaba al cementerio y trató de acordarse de en qué dirección estaba la casa de los Durán. No había sido el deseo de ver la tumba, sino el de ver de nuevo a los Durán lo que la había motivado a volver a Camargo.
Frente a la casa, vio estacionada una camioneta verde de un modelo reciente. Jesús Durán la reconoció y se acercó sonriendo con la mano extendida para saludarla.
–La última vez que supimos de ti, estabas muy grave en el hospital de Santa Marta.
Entonces había sido cierta aquella visión de la camioneta. Los Durán habían querido subir a verla, pero Marcel se había opuesto.
Le dijo que andaba por allí de paso, que tenía prisa, y que querría cruzar unas palabras con Roberto Durán. En ese momento lo vio acercarse. Había envejecido. Sacó de su bolso un sobre blanco y alargado y se lo extendió al hermano de su padre.
–Quisiera devolverle esta carta –dijo serenamente. –No me pertenece. He estado enferma mucho tiempo, y fue solamente cuando descubrí que esta carta no había sido escrita por mi padre que pude recuperarme.
Un día Marina tuvo la idea de comparar minuciosamente la escritura de esa carta con la letra de la única otra carta que Gabriel Durán le escribiera hace mucho tiempo, después de aquella legendaria visita. Entonces descubrió la falsificación. Después de ese descubrimiento comenzó su mejoría, y no a causa de las psicoterapias que debió seguir por insistencia de Marcel.
–No sé a qué te refieres –dijo el hombre con fingida tranquilidad.
Pero él bien sabía de lo que ella estaba hablando, y ahora debía enfrentarse también con la mirada interrogante de su sobrino Jesús que parecía que por una vez perdía su normal estado de apatía.
–Mire, yo no he hablado con nadie sobre esto, ni pienso hacerlo –dijo Marina. –Estoy segura de que a usted no le faltaban razones para matarlo.
Puso el motor en marcha y partió. Cuando pasó cerca del desvío que llevaba al cementerio judío, pisó el acelerador con más fuerza. Se puso las gafas oscuras y pensó que le gustaba mucho ese viento cálido y seco que entraba por la ventanilla abierta y le despeinaba los cabellos.
Ámsterdam, 1989
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Aciaga Creación

Érase una vez un escritor que resolvió dejar de escribir después de que comprobara que sus historias se convertían en realidad. Una vez escribió un relato en el que una mujer salta de un barco en medio del océano. A los pocos días, las olas trajeron a la playa el cuerpo ahogado de una mujer. También su única hija de cinco años pereció de manera idéntica a como él había descrito la muerte de una niña en un cuento publicado un mes antes. La niña era sonámbula. No sabía que su hija también lo era. Una noche la niña se resbaló desde el punto más alto del tejado. A la mañana siguiente, la encontraron estrellada contra el suelo de baldosas rojas de la terraza. Y así, otras historias, afortunadamente de consecuencias menos dramáticas, se transformaron en reales.
Por eso resolvió no escribir más. Su pluma estaba marcada con un signo fatal y la única manera de detener las desgracias era guardando para siempre en el escritorio las cuartillas de papel y la estilográfica.
Sin embargo, no todos sus escritos se habían vuelto verdad. Un día revisando y releyendo los viejos manuscritos con el fin de encontrar en ellos algo que le diera la pista de la fatalidad, Max descubrió que solamente aquellos cuentos que más gustaban a sus lectores, sus mejores relatos publicados, fueron los únicos que sucedieron en la vida real. Los montones de historias que nunca trascendieron las delgadas páginas de sus cuadernos de notas no pasaron de ser eso, papel escrito, sin trascendencia alguna.
El tiempo pasaba y Max se aburría en su casa vacía delante de un mar monótono y un cielo sin nubes. Y como un escritor no puede, aunque quiera, frenar indefinidamente su impulso de componer historias, un día volvió a sacar la mesa, la pila de papel y la estilográfica, y se sentó en la terraza de baldosas rojas a narrar cosas que se le iban ocurriendo. Como, de todos modos, no quería atraer las desgracias, decidió que solamente llenaría las páginas con relatos alegres, donde nadie se moría y todo el mundo era feliz.
Ninguno de estos nuevos cuentos llegó a convertirse en realidad. No obstante, Max decidió suspender otra vez su trabajo. Porque no hay peor derrota que la de tener que reconocer la mediocridad del trabajo propio. No podía continuar inventando cosas en las que no creía, así que lo volvió a guardar todo y se sentó a descansar.
Algún tiempo después, como no conseguía contener el deseo imperioso de crear, pensó que podía ponerse a pintar. Cambiaría de oficio, se haría pintor. Llevaba varias semanas dedicado a su nueva actividad cuando, una mañana, andando desprevenidamente a lo largo de la playa, descubrió el cadáver de un pez enorme y extraño rodeado de cangrejos que caminaban en constante agitación. La impresión que le causó ese espectáculo no se debió a lo grotesco de la escena sino al hecho de que, precisamente la víspera había concluido un cuadro que representaba una situación bastante similar a la que ahora se desarrollaba en la playa.
–¡Debe ser que he creado una obra maestra! –exclamó. Y corrió a la casa a mirar la tela. Una vez más la realidad confirmaba la calidad de una de sus obras. ¿Debería alegrarse o deprimirse con lo sucedido? Esa misma tarde subió a la camioneta y fue a la ciudad a intentar vender el cuadro por un buen precio.
En esos momentos, estaba de moda por aquellos lados del mundo un estilo pictórico abstracto, muy diferente al cuadro de Max. Quizá por eso, ninguno de los expertos que evaluaron el cuadro supo ver que se trataba de una obra maestra y nadie lo quiso comprar. Max regresó triste, convencido de que los especialistas tenían razón, su obra era insignificante. Por eso decidió abandonar igualmente la pintura.
Un día, deteniéndose un momento delante de un espejo por el que pasaba, Max observó que su rostro se veía demacrado. Desde que no escribía ni pintaba había adelgazado considerablemente.
–Creo que estoy viviendo una historia que no he escrito –se dijo en silencio. Tal vez todo lo que pasa en el mundo son historias escritas, pintadas o soñadas por alguien. Tal vez un alguien, en algún lugar del mundo, ya había terminado de escribir el relato de su vida, y cualquier cosa que él hiciera o dejara de hacer ya estaba prevista en aquella narración cuya continuación desconocía.
Esa misma noche se sentó a escribir un relato que hacía tiempo le rondaba en la cabeza y que de puro miedo había estado evitando hasta el momento. Escribió toda la noche sin darse cuenta de la brisa fría que soplaba a esas horas en la terraza de baldosas rojas donde había instalado la mesa y las hojas de papel. Llenó cuarenta páginas por lado y lado y cuando terminó, cuando alzó la vista al frente, se dio cuenta de que estaba amaneciendo. Lo recogió todo y entró a acostarse en su cama.
Ninguna sorpresa se llevó Max aquella noche de borrasca cuando se presentó en su casa esa mujer pálida, de cabellos blancos y largos con el vientre hinchado. La estaba esperando. Hubiera preferido que ella no viniera nunca, pero ya que estaba ahí, sabía que la historia no podía sino seguir adelante.
Era la única sobreviviente de un naufragio, explicó la mujer, innecesariamente porque Max ya lo sabía. Con el peso de su enorme vientre, ¿cómo había logrado esa mujer aproximarse a la playa? No había explicación. Había llegado solamente porque Max así lo había escrito. Esa misma noche, la mujer parió una niña que nació de pie y con los ojos abiertos.
Poco tiempo después, Max volvió a la ciudad. Quería mostrarle a un editor las cuarenta cuartillas de su último relato. Al regresar, varios días después, observó que la mujer estaba más pálida que nunca. Estaba sentada en la mecedora de la terraza de baldosas rojas, inmóvil, con la vista perdida en el infinito. Desde ese día, ella no volvió a pronunciar una palabra, y de sus ojos no desapareció más esa fijeza gélida que se percibe en los ojos de los ciegos. Max se estremeció. La trama de la historia no dejaba de avanzar. Ella parecía absorta en un tiempo pasado que sabía irrecuperable. Max les escribió a los editores pidiendo que le devolvieran el manuscrito. Ya no quería publicarlo. Pero ellos no contestaron. Mientras tanto, el tiempo seguía empujando a los personajes y sus historias.
Una madrugada descubrieron el cadáver engarrotado de la niña con los ojos abiertos. La cuna de mimbre se había quedado afuera toda la noche en el sereno. Llorando, desesperado, el escritor llamó por teléfono a los editores: ¡que destruyeran el relato, que no lo publicaran! Además, exigía que las copias fueran quemadas o devueltas todas a su casa. En aquellos tiempos, las comunicaciones telefónicas eran desastrosas. Pero insistió. Todavía podía estar a tiempo de atajar la aciaga historia. Max esperaba que, con la desaparición física de las palabras escritas, la narración se detendría en ese momento. Todos los editores aceptaron sin dificultad, menos uno. Si el autor insistía tanto en destruir el manuscrito, algo habría. Por eso, le mintió, y decidió guardarlo y esperar.
No tendría que esperar mucho. Después de la muerte de la niña, la mujer de cabellos blancos se dejó absorber aún más en la melancolía, su cuerpo se hizo más frágil y su tez más transparente. Max no entendía por qué el cuento seguía avanzando a pesar de la destrucción de todas sus palabras. Debía ser porque el cuento existía de todos modos en su memoria. ¡Cómo borrar la memoria!
En ese momento fue consciente de que había cedido a la vanidad de crear una obra maravillosa aún a costa de su propia existencia. Ahora se arrepentía, y se propuso luchar contra la fatalidad. No quería aceptar la derrota que se le venía encima con el desenlace de su propia creación. Se dijo que, si abandonaba al día siguiente la isla llevándose a la mujer de cabellos blancos cambiaría la trama del cuento modificando con esto el desenlace. Se la echaría a los hombros si fuese necesario pues ella ya no podía ni andar. Se marcharía para siempre de esa casa en donde sucedían todas las desgracias de su imaginación.
Esa misma noche empezó la tormenta. Llegó sin anuncio porque el día había estado despejado y sin viento. Súbitamente, los árboles empezaron a mecerse y las cosas a volar por los aires. El oleaje se hizo tan poderoso que la casa de baldosas rojas quedó en segundos cubierta por el agua con todo lo que había adentro. Fue un huracán breve pero traicionero. Duró solo el tiempo necesario para que el último relato de Max quedara confirmado.
Ámsterdam, 1989
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Al otro lado de la puerta

La primera vez que el doctor Leandro Restrepo se encontró con la Muerte fue durante el parto de una paciente. Se sorprendió de verla allí, precisamente en el momento en que se producía un nacimiento. Lo más curioso fue que nadie murió esa vez. El parto fue un éxito. Madre e hija salieron indemnes. De eso hace ya unos tres años.
Fue un asunto de urgencia. Restrepo se encontraba esa noche de visita en la finca de los Carranza. Era tarde cuando llamaron a la puerta. Un hombre completamente empapado por el aguacero que caía en esos momentos les dijo que su mujer estaba a punto de dar a luz y que alguien le había dicho que en casa de los Carranza había un doctor. Se trataba de un hombre humilde que vivía en un pueblo vecino a pocos kilómetros de la finca.
Lo cierto es que esa noche el doctor Restrepo no estaba en condiciones de atender a nadie. A la hora en que el hombre llamó a la puerta ya habían vaciado una botella de whisky, como sucedía siempre que iba a visitar a los Carranza. En esa casa nunca faltaba el Johnny Walker sello negro. Le prepararon a toda carrera un café negro bien espeso, y salieron, él y el hombre, en la camioneta de los Carranza. El aguacero era torrencial y el camino se había convertido en un pantano. Si no se atollaron en medio de tanto charco difícil de evadir por la oscuridad, debió ser por esa extraña lucidez que tienen los ebrios en circunstancias extremas.
Su encuentro con la Muerte aquella vez fue un presagio que él no supo interpretar. Nada más bajarse de la camioneta, un rayo cayó a pocos centímetros de donde se encontraba. Se salvó usted de milagro, le dijo el hombre con la voz temblorosa todavía del susto. No es que Restrepo fuera especialmente valiente, pero el efecto del alcohol debió hacer su parte del trabajo porque ni se inmutó.
Cuando entró a la humilde habitación le sorprendió ver que en la única butaca que había se encontraba sentado un misterioso personaje de sombrero, vestido con una capa negra larga. Debido a que la paciente estaba sufriendo mucho, no tuvo tiempo de fijarse bien en la extraña presencia. Seguramente alguna anciana, pensó, familiar de la parturienta. Aunque aquella figura no tuviera forma femenina, sin duda se trataba de una mujer porque se sabía que, en esos pueblos, a los hombres no les está permitido entrar en el cuarto donde una mujer está alumbrando. Dos mujeres precisamente lo asistieron durante el tiempo que duró el parto que fue largo y difícil.
Cuando todo terminó y que todos se entretenían alrededor de la madre y la recién nacida, la figura de la capa se le acercó y le dijo: “Buen trabajo”. Le preguntó quién era. “Acaso no me reconociste desde el principio”. En ese momento lo supo: la Muerte misma. Y se alegró de que todavía quedaran señales de Johnny Walker en su cabeza. Pero ¿qué hacía la Muerte aquí? Tanto la madre como la niña estaban perfectamente sanas, ¿acaso iba a morir una de ellas por alguna razón en cualquier momento?
No, no se trataba de ellas, le explicó. Estaba allí para presentársele. “Hay gente a la que no me gusta llegarle de sorpresa, prefiero que se vayan haciendo a la idea”.
Leandro no sabía bien de qué manera se estaba produciendo ese diálogo, si todo sucedía dentro de su cabeza o hablaban de verdad.
“Qué debo hacer”, preguntó.
“Nada, solo esperar”.
“No me quiero morir todavía. Contaba con vivir al menos el doble de la edad que tengo.
“Lo sé. Sin embargo, la vida dura hasta que aparezco yo.
“Entiendo. En mi caso, prefiero que no aparezcas antes de tiempo”.
Salió por la puerta como si se tratara de un vecino del pueblo que hubiera estado de visita.
En ese momento, Leandro se acordó de un cuento que leyó en su infancia. Era la historia de un médico (en ese entonces él aún no sabía que más tarde se haría médico) que hizo un pacto con la muerte. El libro de cuentos venía con ilustraciones, y la Muerte aparecía representada como un esqueleto vestido con un hábito de monje y armado con una guadaña. La Muerte le dijo, te doy la posibilidad de volverte el doctor más famoso del reino. Podrás curar los casos más raros de enfermedad. Salvarás incluso a gente que ya se daba por desahuciada. Te harás famoso. Todo el mundo te llamará a su cabecera. Tu los podrás sanar a todos, a excepción de aquellos a cuyo lado veas mi presencia. Y así fue. Hasta el día en que cayó enferma de un extraño mal la prometida del médico. Al entrar en su habitación con el propósito de curarla, no pudo evitar proferir un grito de espanto. Allí, junto a su querida paciente se encontraba instalada su vieja conocida, la Parca. El médico decide desobedecer lo convenido, con la consecuencia de que la Muerte termina por llevárselo pronto a él mismo en medio de los más terribles tormentos.
El doctor Leandro Restrepo no era una persona supersticiosa. Sin embargo, lo vivido en aquella casa, una mujer en cama, el médico, la presencia de la Muerte, y el hecho de que acabara de recordar aquella historia, lo hicieron estremecer. Al día siguiente, la única sensación que le quedaba era la de que había tenido un mal sueño cargado de imágenes oscuras y retumbar de truenos.
No obstante, después de esa noche su vida no volvió a ser la misma. Sin que lo pudiera comprender muy bien, una desazón inexplicable se instaló en su mente y ya no volvió a saber lo que era el reposo o la felicidad.
***
Poco después, rompió el compromiso de matrimonio que tenía con su novia de entonces sin ninguna explicación. Ni él mismo sabía por qué lo hacía. Se dedicó por completo a su trabajo en el hospital, lo que le valió no pocas muestras de reconocimiento por parte de sus colegas. Al ver su consagración al trabajo, nadie habría podido imaginar lo que era la vida del doctor Restrepo desde el momento en que abandonaba el hospital al final de un día de trabajo: un completo vacío.
Antes del año recibió la segunda visita de la Muerte. Esta vez de una manera clara, sin ninguna duda o confusión con una posible pesadilla. Una visita tanto más real por cuanto, excepcionalmente, ese día no había consumido todavía una gota de alcohol.
Restrepo vive en un apartamento de sexto piso en un edificio de una zona céntrica de la ciudad. La sala del apartamento da a una avenida grande. No hay balcones, pero las ventanas son anchas, y con solo descorrer las cortinas se tiene una vista amplia de buena parte de la calle. Esa vez, mientras miraba distraídamente hacia afuera, notó que abajo, del otro lado de la calzada, había alguien haciéndole señas con un paraguas. El día estaba soleado, pero aun así no pudo distinguir de quién se trataba. Al poco escuchó sonar el timbre.
Entró y se sentó suavemente en el sofá. No llovía, y sin embargo traía el paraguas chorreando. Muy pronto una mancha oscura de agua comenzó a formarse en el parqué.
“Ha pasado tiempo desde la última vez”, dijo sin dirigirle la mirada.
Tenía exactamente la misma apariencia que Leandro recordaba de aquella noche en casa de la parturienta.
“¿Qué quieres? ¿Acaso me ha llegado el momento?
“No. Solo he venido a despejar algunas dudas”.
Lo que menos deseaba en ese momento era reír, pero no pudo evitar que de muy adentro le brotara una estruendosa carcajada. ¿Qué dudas?
“Tu duda sobre nuestro primer encuentro”.
Pensó que se estaba volviendo loco. Todos nos vamos a morir algún día, pero ¿desde cuándo la Muerte se le aparecía a la gente con anticipación para anunciar el fin?
“Ya te lo dije. Eres de la clase de gente a la que no me gusta llegarle de sorpresa”.
“Pues yo lo hubiera preferido”. Lo dijo con un tono de resignación. En ese momento supo que ya era demasiado tarde, que la presencia de la Muerte en lo que le quedara de vida era una realidad inexorable. El resto de su vida, fuera mucho o poco, estaría inevitablemente marcado por ese saber que poseía del continuo acecho de la Muerte.
“¿Cómo es morirse?”, preguntó. Técnicamente era algo que él debía saber, como médico. Pero más allá de la explicación técnica, lo ignoraba todo.
“Tampoco yo tengo respuesta a esta pregunta. Pero le he escuchado decir a algunos que morirse es una especie de oscurecimiento que comienza por los lados y va ganando cada vez más espacio hasta que ya no queda sino una raya muy delgada de luz al frente, que termina convirtiéndose en solo un punto que finalmente se apaga”.
“Un oscurecimiento, dices”.
“Y también un enfriamiento, según dicen”.
“No me extraña. Oscuridad y frío. Pero no es a esto a lo que me refiero. Lo que quiero saber es lo que pasa después.
Ahora fue la Muerte la que prorrumpió en carcajadas.
“Ahora me doy cuenta de que no me equivoqué contigo. Debes saber, estimado doctor Restrepo, que no fui yo por mi propia iniciativa quien vino a verte, ni aquella primera vez, ni ahora. Has sido tú quien me ha llamado”.
“¡Qué dices!”
“No soportas la vida limitada que posees. Te aterra tu condición mortal, a tal punto que no puedes evitar tener la necesidad de llamarme a tu presencia. Y todo porque esperas que yo te dé una respuesta a esa famosa pregunta por el ‘después’. ¡Como si yo lo supiera!”
“¡Eres la Muerte misma, deberías saberlo! Cuando la vida se extingue todos pasamos a ser parte de tus dominios”.
“No, te equivocas. Yo no tengo dominios. Eso hace parte de la fantasía de ustedes los seres humanos, y de su necesidad de certezas. Créeme, el reino de Hades no existe sino en sus cabezas.
“Entonces, no hay un después”.
“También yo lo ignoro”, dijo la Muerte encogiéndose de hombros. “Escucha, mi querido doctor”, dijo, poniéndose de pie como disponiéndose a marcharse. “La vida se termina de la misma manera como comienza, en cuestión de segundos. Ese es todo mi reino, lo que dura la última exhalación. Lo que viene después, si es que hay tal cosa, no es cuestión mía. Principio y fin de la existencia son lo mismo, solo que en sentido inverso. ¿Te has preocupado alguna vez por saber dónde estabas antes de nacer?
Y desapareció tras la puerta. Entre la vida y la muerte solo hay una puerta que atravesar, se dijo.
***
Si el último año su vida había quedado como suspendida en un vacío, a partir de ahora comenzaba un lento descenso hacia el caos. En el hospital, sus relaciones con el personal y los pacientes seguían siendo bastante buenas, el doctor Restrepo era apreciado como médico; pero por fuera, las relaciones con los amigos se deterioraban de manera paulatina. Una de las cosas que más le afectó fue haber tenido que alejarse de los Carranza. Cada vez que pensaba en ellos le venía a la mente la imagen de esa última foto que se hicieron juntos. Desde entonces, es mucho lo que ha cambiado su aspecto físico. Hoy no es ni sombra del hombre de vestido negro que camina al lado de los Carranza en esta imagen:
Lo que sucedió fue que Leandro se enamoró perdidamente de Lola. La verdad es que él siempre estuve enamorado de ella, pero el recato de las costumbres, la manera como fue educado, y en general, el comportamiento social, no le permitió nunca dar salida a esa pasión. Una pasión que mantuvo hibernando dentro de su cuerpo, temiendo que en cualquier momento despertara y saliera a la luz. Tenía miedo de que esto sucediera, sin embargo, era capaz de convivir bastante bien con la idea. Lola y Carranza se casaron. Leandro fui padrino de esa boda. Después fue padrino del primero de sus hijos. Al poco tiempo, él mismo se comprometió en matrimonio con otra mujer, todo iba bien, siguió siendo el mejor amigo de los Carranza sin que nadie, mucho menos él, pudiera sospechar que las cosas fueran a acabar tan mal.
Fue una noche, en una fiesta. Se puso a bailar con Lola, y estaba tan borracho que la sujetó con fuerza y comenzó a besarla como un loco sin importarle los esfuerzos de ella por deshacerse de su acoso, ni la gente que los miraba. Por un momento hizo a un lado el recato de las costumbres sociales y se puse a decirle que la amaba, que siempre la había querido y que estaba a punto de perder la razón por ella. Hasta que se acercó Carranza que lo separó violentamente de su mujer, al tiempo que decía, también en voz muy alta como para que todos pudieran oírlo bien, que no era nada, cosa de borrachos, y que, por favor, alguien se lo llevara a su casa a dormir.
Fue precisamente por esos días que Leandro rompió el compromiso de boda con su novia, y que la gente empezó a hacer comentarios sobre cambios en su comportamiento. Él sabía que tanto Carranza como Lola estuvieron dispuestos a pasar por alto el hecho, a tomarlo como “cosas de borrachos”, pero no tenía ganas de seguir mintiendo. Finalmente, su pasión por esa mujer había explotado y ya no podía dar marcha atrás. Al otro día, fue a verlos a su casa y les explicó de la manera más fría posible la verdad. No habían sido cosas de borracho. Con esto le pusieron punto final a una larga amistad.
***
Bebía todos los días. A veces incluso salía por la mañana para el hospital con la ebriedad de la víspera. Llegó a convertirse en un alcohólico profesional, de esos que estando completamente borrachos son capaces de funcionar normalmente. Atendía pacientes, y hasta practicaba las operaciones que tuviera programadas sin revelar la menor seña de vacilación o cansancio. Nadie dijo nunca que las manos le temblaran durante una de esas intervenciones quirúrgicas a las que él llegaba ebrio. Al contrario, tenía la reputación de poseer el pulso más firme de todo el hospital.
Pero él sabía que eso no iba a durar indefinidamente. Tarde o temprano, el desorden de su vida personal iba a terminar imponiéndose a ojos de todos. Una noche sucedió algo muy extraño, algo de lo cual nunca llegó a tener una completa certeza:
Se encontraba en el hospital haciendo turno cuando oyó que lo llamaban por uno de los altavoces. Tenía una llamada telefónica urgente. Se trataba de su madre comunicando que su padre se había puesto repentinamente muy enfermo y lo habían trasladado a una clínica cercana a donde ellos vivían. Debía darse prisa, pues su estado era grave. Salió inmediatamente hacia allá con el corazón que se le quería salir del pecho. Su padre era la persona más importante en su vida, y nada le afligía tanto como saberlo, quizá, muriendo sin que él pudiera verlo y hablarle por última vez. Últimamente no los visitaba con frecuencia y ahora lo lamentaba. A medio camino, de repente su carro se apagó. En un cruce de esquinas poco iluminado, en un sector de la ciudad completamente desolado a esas horas, el automóvil se quedó detenido sin que Leandro consiguiera arrancarle el más mínimo impulso al motor. No había ni un teléfono por allí, ni la más mínima sombra de alguien. El lugar era una zona de bodegas en donde no vivía nadie. Desesperado, metió la cabeza bajo la capota del auto y se puso a tocar todas las piezas de la maquinaria como por no quedarse con los brazos cruzados. Súbitamente, para acabar de empeorar la situación, se puso a llover. Entonces fue cuando la vio acercarse. La Muerte se le volvía a presentar en el momento menos oportuno.
“Tranquilízate”, le dijo. “Es cuestión de un instante. Vine a proponerte un trato”.
“¿Un trato?”
“Tu padre está muy enfermo, sin embargo, no le ha llegado todavía el momento. El tuyo, en cambio, está próximo. Muy próximo. Te doy la oportunidad de cambiar el turno con tu padre”.
¡Qué horror! El precio de la prolongación de su vida era enviar a su propio padre a la tumba. “No puedo aceptar de ningún modo”, le contestó con determinación.
“¿Por qué no? Después de todo, tu padre ya está viejo y lleno de achaques. Los años de vida que le quedan… ya sabes cómo van a ser, puesto que eres médico: hospitales, fuertes medicamentos, y la aflicción de verse cada vez más acabado. Serán años de padecimiento. En cambio, tú …”.
“Yo, ¡qué!”, gritó con todas sus fuerzas.
Quiso añadir algo más, pero se dio cuenta de que la Muerte había desaparecido. Se subió al auto, que se puso en marcha como si no hubiera estado averiado y continuó el viaje hacia la clínica en donde estaba su padre. Una insoportable opresión en el pecho no lo dejaba casi respirar. Sentía que se ahogaba. Abrió la boca para tomar aire, pero no fue aire lo que tomó. Había abierto la boca para decir algo que lo estaba asfixiando desde hacía rato:
“Está bien, está bien, acepto. La muerte de mi padre por la mía. Acepto tu maldito trato. Lo acepto. Acepto”.
De esa manera se despertó en la cama, pronunciando repetidamente la palabra ‘acepto’. Así pues, no se encontraba en camino hacia ningún lugar en donde estuviera su padre muriendo. Estaba en su casa, nada había sido verdad, solo un mal sueño. No había hablado con la Muerte y por lo tanto no había habido trato. Hizo un suspiro de alivio y se dispuso a recuperarse de aquel sueño espantoso.
Pero al día siguiente recibió la noticia del deceso fulminante de su padre por un paro cardiaco.
¡Maldita sea! ¡Qué demonios había sido entonces aquello! ¿Un sueño, una premonición, lo había vivido verdaderamente? A cambio de unos años más de vida para sí mismo, había enviado a la persona que más quería en el mundo hacia un final que todavía no le correspondía. Desde entonces, esa idea vino a sumarse al malestar profundo que lo acompañaba desde su primer encuentro con la Muerte.
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Leandro tuvo dos visitas más de la Muerte. Una noche, bebiendo en un bar miserable que últimamente había cogido la costumbre de frecuentar, se vio de repente enredado en una conversación con unos tipos que acumulaban botellas vacías en la mesa vecina. Discutían sobre la manera ideal de morir.
“Yo a lo único que aspiro es a tener una muerte tranquila”, dijo uno de ellos, el más viejo. “No le tengo miedo a la muerte, solo al sufrimiento que la precede y que se acrecienta a medida que uno ve pasar los años. Aclaro que no me refiero al sufrimiento físico sino al otro, el que no tiene cuerpo, el que es inmaterial y que llamamos espiritual. ¿Entienden? Más que morirme, a lo que le temo es al temor a la muerte”.
“¿Qué esperas hacer para quitarte el miedo al miedo?”, le preguntó otro.
“No sé si lo consiga, pero sé que hay dos maneras. Una es alcanzando un estado total de indiferencia. Llegar a un punto en el que nada importe en lo absoluto; un punto en el que uno está dispuesto a perderlo todo en cualquier momento sin la menor reserva. La otra manera es más dolorosa: perderle el miedo a la muerte por cansancio, por decepción, por hastío de la vida. En estas circunstancias, por lo general nadie quiere seguir viviendo, y la muerte es incluso un anhelo. Lo malo es que, como digo, estas circunstancias suelen ser dolorosas. Rara vez sucede que alguien busque la muerte por exceso de felicidad”.
“¿Usted cree que sea posible de alcanzar verdaderamente ese estado de indiferencia al que se refiere?”, fue Leandro el que hizo la pregunta.
“Por supuesto. Pero es un don que le está reservado a muy poca gente”.
“Y el otro caso, el del hastío y la decepción… ¿serían también dones reservados a muy pocos mortales?”
“No lo sé. Lo único seguro es que suceden con mucha más frecuencia. Por eso hay tantos suicidios.
Se levanto para ir al baño a orinar. Allí, en el inmundo servicio sanitario de ese abyecto lugar se encontraba la Muerte aguardándolo una vez más.
“¿Qué les vas a responder tú cuando te pregunten sobre tu manera ideal de morir?
“¡Ja! Ya que estás aquí, quizás podrías sugerirme algo”.
Le resultaba especialmente desagradable encontrarse con la Muerte en un sitio tan apestoso. Toda clase de olores putrefactos y fangosos emanaban de la losa manchada de aquel orinal.
“Como te podrás imaginar no soy quién para hacer ese tipo de sugerencias”.
“¡Eres la Muerte misma y no tienes respuestas para nada!”
“Así es, lo siento”.
“¿Has venido a buscarme?” Hizo la pregunta sabiendo que no era así. Sabía que cuando fuera su turno, no iba a tener necesidad de preguntarlo pues lo iba a comprender inmediatamente.
“Ten un poco de paciencia”, replicó con su habitual tono irónico.
“Eso es lo que quiero precisamente, tener mucha paciencia. Muchísima, ¿me oyes? Hay todavía tantas cosas que quiero hacer”. Esta última frase la dijo sin reflexionar. ¿Tenía verdaderamente en ese momento de su vida tantas cosas aún por hacer?
Salió del sanitario y volvió a la mesa en donde el pequeño grupo seguía ocupado en la misma discusión.
“Lo ideal es no tener que morir”, dijo Leandro mientras se sentaba y agarraba el vaso. “Lo ideal es poder conservar para siempre la existencia”.
“¿Indefinidamente? No estoy de acuerdo con usted”, alegó alguien. “En algún momento terminará por aburrirse”.
“Tal vez, pero ¡cuánto mejor el aburrimiento que ser despojado de la existencia!”.
El más viejo asintió con la cabeza.
Se despidió de ellos y salió. Caía un fuerte aguacero, sin embargo, resolvió irse andando hasta la casa. Al día siguiente despertó temblando de frío, acostado en un basurero en un sitio infame de la ciudad.
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Desde entonces, Leandro Restrepo ha vivido los días que le restaban entre el hospital, el bar y el encierro en su casa. Un día alguien llamó a la puerta. Sabía que no era la Muerte porque ella no acostumbraba a llamar. Era un viejo amigo de otras épocas.
“¡Qué pasa contigo! ¡Cualquiera diría que te estás suicidando lentamente!”, exclamó sorprendido al ver su barba de varios días, y el aire de no haber dormido en mucho tiempo. Su mal aspecto coincidía con el desarreglo de su apartamento. Hacía semanas, quizá meses, que no cambiaba la fecha del calendario de la pared. ¿En qué año estaban? ¿Estaban todavía en 1958?
Ojalá tuviera el coraje de suicidarse, pensó. No lo tenía. Quizá porque aún no había alcanzado el suficiente grado de decepción o de hastío, o de lo que fuera que se necesitara para realizar ese acto. Lo peor de todo es que ni siquiera conseguía volverse loco de verdad, perder la razón, y de esa manera evitarse la angustia de la espera de lo desconocido que se avecinaba. En su desesperación, una vez estuvo tentado a entrar en una iglesia y buscar el consejo de un sacerdote. No lo hizo. Desechó rápidamente la idea por absurda. Hace mucho tiempo sabía que no era en lugares como ese en donde iba encontrar alivio a su sufrimiento.
Puesto que ya se encontraba viviendo la aflicción que le causaba saber la inminencia de su muerte, Leandro había eliminado de hecho el temor a la aflicción al que se refiriera el viejo del bar aquella noche. Del mismo modo que se deja de tener miedo a padecer un dolor cuando el dolor es ya una realidad, una vez muerto también desaparecería su temor a la muerte. Sonrió. Era como una pequeña victoria pírrica.
En realidad, era un paso más en el progreso hacia la resignación. Después de todo, su vida no había sido sino una sucesión de resignaciones. Resignado a vivir con la presencia latente de la muerte, a no tener el amor de Lola Carranza, a ver morir a los seres queridos. Resignado a presenciar el deterioro irreversible de su mente y de su cuerpo. Ha habido solo una cosa a la que no ha podido todavía resignarme completamente: a la inminencia de desvanecerse definitivamente en la nada.
Su última entrevista con la Muerte lo agarró en un momento bastante crítico. Fue hace un mes. Estaba borracho, como de costumbre. Hacía poco había tenido que pedir una licencia en el trabajo a causa de una extraña dolencia en el estómago. ¡Vaya, pues! ¡Con que eso iba a ser! Él había imaginado que sufriría un accidente en la carretera cualquier noche de estas mientras regresaba a casa en el auto perdido de la borrachera. En el fondo eso era lo que prefería, terminar en un fatal accidente. Pero el maldito instinto de conservación que tienen los seres humanos se encargó siempre, a pesar suyo, de ponerlo a salvo.
Si no era en un accidente automovilístico, entonces quería morir borracho, perdido de la rasca, en un estado de aturdimiento tan total que no se diera cuenta de nada. Por eso cada vez bebía más. Pero ni ese beneficio le iba a conceder su mala suerte. Una inesperada molestia a la altura del estómago vendría a cambiar todos sus planes. ¡Maldita sea!
La última vez, la Muerte lo encontró en el baño, desnudo, en el momento en que se disponía a tomar una ducha porque ya no soportaba su propio mal olor corporal. Se detuvo instintivamente delante del espejo grande con el ánimo de inspeccionar su figura, de observar la delgadez de su anatomía, la textura seca de su carne, la forma pronunciada de los huesos. Había perdido tantos kilos en los últimos meses, que el cuerpo que se reflejaba en la pantalla era el de un individuo aniquilado.
En esa inspección se hallaba, cuando una punzada en el vientre lo dobló hacia adelante tumbándolo de rodillas. Fue cuando la vio, reflejada en la luna del espejo.
“Dime de una maldita vez de qué manera has pensado llevarme”, le gritó. Se veía ridículo, tirado en el suelo, aterrorizado a pesar del alcohol.
“¿Acaso tienes alguna preferencia?”, preguntó desde el cristal.
Una sensación de auto-conmiseración se apoderó de Leandro, y no pudo evitar que las lágrimas le corrieran por la cara, y que un sollozo ahogado le cortara la voz.
“Sí…, quiero morir inconsciente. Borracho e inconsciente”.
“Has tenido tiempo de sobra para conseguirlo. Todas esas noches conduciendo ebrio, un pequeño desvío de la ruta, un cruce peligroso tomado expresamente sin precaución. Pudiste no esperar delante de la barrera protectora el cruce de aquel tren. Eran decisiones que estaban al alcance de tu mano. Oportunidades no te han faltado, ¿por qué las has desaprovechado?”
“No sé… Tal vez porque uno no se muere cuando quiere sino cuando le corresponde”.
Se quedó un rato sollozando en la misma posición en el suelo delante del espejo. Como vio que la Muerte se marchaba, se atrevió a preguntarle:
“¿Cuándo será?”
“Pronto”.
“Pero ¿por qué”. Sintió nuevamente el deseo de rebelarse por su engaño. Se había llevado a su padre, ¿no le bastaba?
La Muerte se encogió de hombros: “Tarde o temprano todos se van conmigo”.
El mal que había crecido en su estómago e intestinos era de la peor naturaleza. Su flacura y mal aspecto no era solo culpa del alcohol sino del cangrejo que en los últimos meses se comía sus entrañas. Una vez recibido el diagnóstico se pegó a la botella con más ahínco hasta caer en un coma cirrótico, del cual lo despertó a los pocos días su maldita mala suerte, pensó. Lo habían salvado, dijeron sus colegas los médicos. Después de eso ya no volvió a salir del hospital. El mal, que siguió devorando incansablemente sus vísceras, no fue capaz de nutrirse de su cerebro, pues éste siguió atormentándolo a toda hora con los más perversos pensamientos.
Esta mañana, al abrir las cortinas de la habitación, la enfermera debió encontrarle un aire especialmente cadavérico. Le conectaron otro tubo a la vena de su magro brazo que ya desaparecía entre tantos aparatos. Después los vio que se afanaban entrando y saliendo del cuarto, hablando en voz muy baja y poniendo esas caras de circunstancias que él bien reconocía. Hace un rato vinieron los Carranza. Él dijo que no deseaba recibir visitas de nadie. De nadie. De todos modos, Carranza se acercó a la cama y él no tuvo fuerzas para protestar. Lola se quedó atrás. ¡Lástima! Le hubiera gustado ver por última vez su bello rostro.
Ya no podía articular palabra, pero con una seña le indicó a la enfermera de turno que dejara la cortina abierta. Así pudo ver que afuera estaba gris, y si sus sentidos todavía eran capaces de decirle algo, en esos momentos estaba cayendo un aguacero descomunal. Un rayo iluminó súbitamente la habitación, y en la fracción de segundo que duró la luz pudo ver a silueta de la Muerte invitándolo a pasar al otro lado.
Washington DC, 1996
Mi cuento El espectro de la ciudad resultó finalista en el III Concurso Litteratura de Relato que tuvo lugar en octubre de 2018. El concurso fue organizado por el blog literario, Litteratura
Es un cuento breve y se puede leer en este enlace: