Berlín, eres tan maravillosa, Berlín –
Hace unos años, cuando nos vinimos a vivir a Berlín, ponían en los cines un anunc io publicitario de una cerveza local, la Berliner Pilsner, que mostraba lugares, imágenes y gente típica de la ciudad plena de contrastes que es Berlín, mientras sonaba una tonadilla pegajosa, du bis so wunderbar, Berliiin… Una ciudad de graffitis, de suntuosos museos, de gente divirtiéndose en verano a la orilla del río Spree, el famoso oso pintado de todos los colores, alguna escena extravagante sacada de uno de sus famosos clubes. Al final, uno salía del cine con la frasecita y la musiquita repitiéndose en la cabeza.
Esa frase debió echar unas raíces tan profundas en mi cerebro que, desde entonces, no puedo pensar u oír la palabra Berlín sin que se me venga a la memoria el verso completo y la música del anuncio. Ese era el Berlín de 2016, cuando ir al cine era lo más normal del mundo, los clubes no cerraban nunca y las calles estaban siempre a tope de gente. En esta, mi última entrada al blog “Desde Berlín”, porque me voy de la ciudad, caigo en cuenta de que, aunque el confinamiento obligado por el famoso virus le ha cambiado la personalidad a esta maravillosa ciudad (como, sin duda, a todas las grandes ciudades del mundo) el recuerdo que me quedará de estos años es el lado wunderbar de la ciudad, y seguramente olvidaré el triste Berlín confinado de estos días. Olvidaré que no se ve a casi nadie caminando los sábados por la Friedrichstrasse, y que hace tiempo que no abren las terrazas de los cafés de la Gendarmenmarkt.
Alguna gente se queja de Berlín; dice que los berlineses son antipáticos, huraños, malgeniados. Sin embargo, por lo general, tanto entre los extranjeros como entre los alemanes, lo que yo siempre he observado es un cierto orgullo de vivir en una ciudad que es única, que no se parece a ninguna otra. La gente no se puede imaginar que uno se quiera ir de Berlín. ¿Por qué te vas?, preguntan. Cuando todo el mundo querría quedarse a vivir aquí.
Cinco años pasan rápido pero son bastante tiempo en la vida de los seres humanos y de las ciudades. A pesar de la pandemia, las grandes obras de arquitectura y de infraestructura de la ciudad han seguido avanzando. BER, el nuevo aeropuerto, (por fin) ya está funcionando; el Humboldt Forum que en 2016 no era sino una controvertida idea, ya está listo; las nuevas estaciones de la línea del metro U5, que nos pareció que demoraban siglos construyéndose, afeando la parte más graciosa de la avenida Unter den Linden, por fin abrieron al público, y quedaron preciosas. En mi barrio, Prenzlauer Berg, al este de la ciudad, abrieron montones de nuevos cafecitos simpáticos (otros cerraron) y pequeñas tiendas de objetos de diseños, cosas inútiles pero lindas, haciéndose cada vez más visible el ambiente gentrificante del barrio. El café Einstein de la esquina se transformó en Schiller, y el Balzac tuvo menos suerte, desde hace algún tiempo es solo un Espresso House.
¿Qué echaré de menos cuando me vaya? Muchas cosas. El ambiente cultural, con sus tres salas de ópera, aunque siempre salíamos criticando las puestas en escena de la Deutsche Oper. Los montones de salas de conciertos, las grandes y las pequeñas. En Berlín hay buena música para todos los presupuestos. El teatro Gorki y la Volksbühne con su reciente pasado comunista del que algunos berlineses todavía tienen ostalgie; el cine Babylon de la calle Rosa Luxemburg en donde se veían películas mudas con música en vivo. Los enormes espacios, las aceras anchas de las calles de Berlín por donde da gusto caminar mirando las fachadas diversas y los colores pastel de esos preciosos edificios de comienzos de siglo XX. Voy a echar de menos el verde de los tantos árboles, el Mauer Park, que en realidad fue un parque muy feo hasta hace poco, cuando lo transformaron en un amplio espacio de recreación que hace también las veces de frontera porosa entre Gesundbrunnen, una zona principalmente poblada por inmigrantes, y la zona hípster de Prenzlauer Berg. Echaremos de menos, cómo no, las caminatas por la Stargaderstrasse con un helado del Hokey Pokey, y el mercadillo de la Plaza Kollwitz.
Pero hay un par de cosas que no echaré de menos. El espíritu burocrático de la sociedad alemana, donde es imposible dar un paso sin que deba quedar registrado en alguna oficina, con sellos oficiales y el debido pago. Y los campanazos de la iglesia al lado de nuestra casa. Cada vez que repicaban esas campanas me parecía que estaba comenzando la guerra, o en todo caso algo muy malo debía estar pasando para que desataran tal escándalo. Varias veces pregunté por que tocan tan fuerte las campanas de las iglesias en Berlín. Nadie lo sabía.
Nos vamos de Berlín en una época en la que uno se va, pero se queda. Se queda en Facebook, en WhatsApp y en todas las redes en las que nos vemos y comunicamos a diario con los amigos en cualquier lugar del mundo. En los próximos meses seguiremos hablando de los respectivos confinamientos, de las cifras de contagios, de las próximas elecciones, de las nuevas series en Netflix, de los libros que estamos leyendo, de las películas… en fin. Esperando que la vacuna acabe de verdad, y cuanto antes, con el dichoso virus, y Berlín vuelva a ser tan wunderbar como siempre.
No tengo palabras para agradecer su hospitalidad, que me permitió disfrutar de esa ciudad única. Solo una cosa agrego: el silencio majestuoso de las calles del centro. Vielen Dank, wunderbare Stadt!
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