Un mundo infeliz y sucio

Hoy las distopías de la literatura se están haciendo realidad

No es casual que en el género de la ciencia ficción (tanto en el cine como en la literatura) se venga desarrollando en la última década una fuerte tendencia ecologista. Esto obedece probablemente a que desde los años sesenta del siglo pasado ha venido cambiado la relación entre humanos y naturaleza. En un tiempo relativamente corto de la historia de la humanidad hemos pasado de un uso racional de los recursos naturales a un abuso irracional y masivo de estos, cuyas consecuencias son cada vez más evidentes.

Incendio forestal en Tasmania, Australia – Foto de Matt Palmer, 2021, en Unsplash

Baruch Spinoza, un filósofo holandés del siglo XVII, decía que todo lo que existe hace parte de una sola cosa: la naturaleza. Los seres humanos no existimos separadamente, o independientemente de la naturaleza. Conformamos un ecosistema interdependiente, todo está conectado, y una cosa afecta a la otra, y esta a su vez a la otra y a la otra… Para Spinoza la naturaleza es Dios. El universo en su totalidad es Dios. “Si tuviera que creer en Dios sería el Dios de Spinoza” dijo Einstein alguna vez.

Estatua de Spinoza en Ámsterdam

De modo que cualquier acto de agresión contra la naturaleza es un acto de agresión a Dios contra nosotros mismos que somos parte intrínseca de esa totalidad. El espectáculo apocalíptico con el que nos vemos confrontados a diario en los medios de comunicación, incendios de enorme escala, inundaciones, poderosas explosiones causadas por las bombas de las guerras en curso, el vertimiento de desechos plásticos y químicos nocivos en suelos, ríos, mares, –y un largo etc porque la lista de desastres es larga– todo esto que hasta hace no mucho eran situaciones excepcionales, es hoy la normalidad. Vivimos una época en la que la destrucción supera de manera desproporcionada la construcción. Se construye una fábrica que dará en el momento empleo a cien o doscientas personas pero que contaminará las aguas y el suelo en donde viven cientos de miles de animales y humanos. ¿Es razonable hacer esto?

¿Qué podemos esperar del futuro ante semejante panorama de la actualidad? Esta es la pregunta que se hace hoy la llamada ciencia ficción en su variante eco-distópica. Qué podemos esperar del futuro cuando el presente tiene tonos ya bastante apocalípticos. Bueno, podemos esperar mucho más de lo mismo: más extinción, más basura, más destrucción del mundo.

Llama la atención el hecho de que las grandes novelas distópicas del siglo XX, Un mundo feliz (publicada en 1932) y 1984 (publicada en 1949), no consideran la devastación de la naturaleza en sus tramas. En ambos casos la distopía es de carácter social y político. Sus autores pintan un futuro en el que los seres humanos son diseñados, manipulados, sometidos, viven en un mundo totalitario que los vigila y los castiga. En los años en los que Aldous Huxley y George Orwell escribieron sus libros, todavía no se preveía la extinción de las especies, todavía el plástico no había hecho su irrupción masiva en el mercado, todavía las emisiones de CO2 a la atmósfera no eran tema importante de preocupación, y la sociedad de consumo (el consumismo desbocado) estaba apenas en sus inicios. Así que, se podría decir que todavía la población humana en general vivía en suficiente armonía con la naturaleza.

Esto no tardaría en cambiar. En 1972, el Club de Roma publicó un informe sobre el medio ambiente, Informe sobre los límites del desarrollo, que concluye que el actual ritmo de crecimiento (población, industria, contaminación, alimentos, explotación de los recursos naturales) no es sostenible. Si se sigue produciendo a ese ritmo terminaremos por agotar el planeta en cierto lapso de tiempo. Eso, repito, se dijo ya en 1972.

Ese informe dio bastante de qué hablar en aquel momento. En los setenta hubo en el mundo occidental grandes manifestaciones contra el consumismo, el capitalismo depredador, los desechos plásticos, que aunque no habían alcanzado las dimensiones que tiene hoy ya era motivo de preocupación. Todo ello en un ambiente de crítica política al sistema capitalista, la guerra de Vietnam, y otras. Las artes también se manifestaron. El cine produjo algunas grandes películas de temática eco-socio-distópica, como Soylent Green; y en literatura vale la pena mencionar entre otras, la novela El rebaño ciego, de John Brunner, que pinta la degeneración del medio ambiente particularmente en los Estados Unidos, un país en donde la vida es físicamente axfixiante y políticamente opresiva.

A comienzos de los setenta aparecieron organizaciones globales de jóvenes ambientalistas, como Greenpeace y otras por el estilo, preocupadas por la salud del planeta. Pero su actividad -que a veces recibe bastante atención en los grandes medios de prensa, sobre todo cuando realizan acciones espectaculares- era relativamente marginal, interesaba solo a un reducido grupo de la población mundial, los pocos que seguían tomándose en serio las conclusiones del Club de Roma.

Han tenido que pasar varias décadas, bastantes millones de toneladas de desechos vertidos en los océanos, miles de millones de toneladas métricas de dióxido de carbono lanzadas a la atmósfera, pero sobre todo, ha tenido que repetirse año tras año una serie de masivos incendios en todos los continentes, y han tenido que subir de manera impresionante los termómetros en regiones no acostumbradas a las altas temperaturas, para que los gobiernos comiencen a tomarse en serio el problema: el cambio climático es real, el mundo se calienta y somos nosotros los responsables.

Por desgracia, lo de ‘tomarse en serio el problema’, es más un deseo que una realidad. La llamada ‘transición energética’, el paulatino abandono de las energías fósiles y su reemplazo por energías más limpias, ha despegado más bien tarde y no en las dimensiones requeridas para cubrir realmente las necesidades energéticas. Si los gobiernos hubieran seguido los consejos del Club de Roma en aquel momento, si hubiéramos puesto freno a un desarrollo incontrolado, si desde los años setenta se hubiera invertido de manera consecuente en el desarrollo de energías como la solar y la eólica, ahora estaríamos en un estadio más avanzado en la lucha contra el calentamiento global. Quizás ni siquiera habríamos llegado a los extremos de destrucción que afrontamos ahora.

Recordando de nuevo a Spinoza, el filósofo decía que quienes se guían por la razón entienden la naturaleza. Cuando las multinacionales de la alimentación arrasan la selva del Amazonas, los bosques de Borneo o del Congo para poner una mega plantación de palma o de soja, no actúan de manera racional, luego no entienden la naturaleza. Lo único que entienden es el beneficio inmediato para unos pocos bolsillos de semejante atentado.

Protesta de Greenpeace contra la empresa Cargill

Actualmente se escriben y se realizan cada vez más obras eco-distópicas. Hay secciones completas de esto en las librerías. Las consecuencias de nuestra desconsideración con la naturaleza ha puesto el tema a la orden del día. Las noticias sobre desastres ecológicos, que antes apenas merecían una pequeña nota en las páginas interiores de los periódicos, ahora hacen las primeras páginas. El drama ambiental es real. Sin embargo, los gobiernos todavía se las arreglan para echar mano de pretextos para retrasar en la práctica (no de palabra) las medidas necesarias para contener el drama. Ahora, con el ‘pretexto’ de la guerra en Ucrania estamos volviendo al uso del carbón. ¡Quién lo hubiera dicho! Hasta el partido Verde alemán se ha carbonizado.

Qué esperanza hay cuando los que lideran el mundo no están aplicando la razón sino la sinrazón del beneficio inmediato. Como sigamos así, el mundo será un lugar cada vez más sucio e infeliz, y habremos hecho realidad las peores distopías de la literatura y el cine.


Aprovecho para recomendar la lectura de mi novela eco-distópica, Las calles de Berlín, la historia de dos crímenes enmarcados en el escenario de un mundo degradado por la contaminación ambiental, la pérdida de la biodiversidad en amplias regiones del planeta, y el ciber control de la población.

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