El otro día viendo un reportaje de la televisión holandesa en Afganistán, un joven talibán acompañado de un niño de tres años, responde las preguntas del periodista. Su máxima aspiración, dice, la realización de su vida, está en morir en un ataque suicida contra el enemigo (los americanos). Toda su vida se ha preparado para un momento así. Después de lo cual – y lo dice con una sonrisa amplia, sincera, la sonrisa de un hombre bueno y feliz, – tendrá ganado el paraíso en donde vivirá una felicidad eterna. Ni la menor sombra de duda cruza su rostro cuando dice estas palabras. La escena sucede en un lugar no especificado del país, en medio de un paisaje impresionante de montañas y un cielo azul.

Ese mismo día casualmente yo había estado leyendo en Internet varios artículos que explican los últimos desarrollos de la Inteligencia Artificial, el ChatGPT y otros avances tecnológicos recientes en el campo de las ciencias exactas, la medicina particularmente. Es increíble lo rápido que han avanzado ciertas tecnologías y cómo nos han ido envolviendo en un torbellino de progreso del que no parece haber escapatoria. Sea lo que sea, la realidad es que, en general, vivimos fascinados (¿y asustados por lo del ‘lado oscuro’ de la IA?) con las perspectivas que ofrece esta alta tecnología.
No deja de ser extraño que mientras una parte del mundo anda ocupada y preocupada con estos temas de la IA, del control digital del individuo y de las sociedades, y cómo esto podría afectar la vida de la gente, y cambiar esencialmente las sociedades humanas, hay otro mundo paralelo, contemporáneo, en el que la gente no tiene la menor noción de estas preocupaciones, y si la tiene no le importan, y su vida se sigue rigiendo por los mismos esquemas religiosos de hace siglos. Es esa parte considerable de la población mundial que aunque también vive en 2023 habita un mundo marginal sin acceso a mínimos razonables de bienestar: educación, salud, vivienda.
El mundo siempre ha sido desigual pero en los años que corren es más desigual que nunca. El salto tecnológico que nos ha llevado en pocos años a tecnologías tan avanzadas como la IA no se corresponde con ‘saltos’ en la esfera de la realidad social humana. Hoy día conviven en el planeta los extremos más opuestos que se hayan conocido en la historia: los cerebros de Silicon Valley (y otro lugares similares) y los cerebros de las montañas de Afganistán (y otros lugares similares) que siguen rigiéndose por los mismos versos del Corán, tal como lo hacían sus antepasados hace siglos.
Volviendo al talibán del reportaje, escuchándolo me preguntaba, ¿cómo se sincroniza la moderna tecnología del siglo XXI con la realidad de abandono, pobreza, ignorancia y alienación de ese enorme sector de la población mundial que no tiene acceso al mundo ultra moderno que ha sido capaz de poner en marcha cosas como la IA, y ha desarrollado medicinas que han logrado aumentar la esperanza de vida de la humanidad? En un precario hospital de Afganistán, a falta de otros recursos, un médico receta aspirinas a los pacientes. Y si éste se muere, bueno, dirán que fue porque así lo quiso Dios.
Hoy día andamos preocupados por cómo será tecnológicamente el mundo, la economía, la sociedad humana, dentro de veinte o treinta años. Las nuevas tecnologías supondrán despidos masivos de personal humano para ser reemplazados por robots más eficientes y obedientes, que no se cansan ni sufren burnouts. Nos volveremos irrelevantes en el mercado de trabajo.
Al mismo tiempo no se nos pasa por la cabeza que con nosotros co-existe una enorme cantidad de gente que ni siquiera ha llegado al nivel de vida de los que comienzan a hacerse irrelevantes. Hay una realidad paralela anacrónica, a la que de vez cuando nos asomamos a través de algún reportaje de prensa, o de los informes noticiosos que dan cuenta de la miseria extrema en algunas regiones del África subsahariana. La medicina ha hecho enormes progresos, sin embargo hay lugares del mundo en los que las mujeres se mueren de parto, a los niños se los lleva una diarrea, hay incluso todavía gente que se enferma de lepra, una enfermedad que asociamos con épocas medievales.
¿Llegará la revolución tecnológica a la cabeza de un talibán rural de Afganistán? ¿O a la mísera aldea africana poblada de niños barrigones de parásitos y con los huesos marcados en el pellejo, niños cuya esperanza de vida podría contarse en semanas?