La tecnología de la publicación: del papiro al pixel
Yo soy una fanática de la lectura en pantalla. A diario leo decenas de artículos de periódicos, blogs y revistas digitales en el computador. Y desde que comencé a hacerlo tengo la impresión de que me concentro mejor frente a un monitor que frente al papel. Al punto de que en estos momentos, aparte de algunos libros de literatura y de la (todavía) edición impresa de un periódico local, ya no leo nada en papel. La sola idea de tener montañas de papel apiladas en la mesa con textos relacionados con mi trabajo me causa escozor. El papel me genera caos en la mente, además de que acumula bastante polvo. El orden (no por nada se habla de ‘ordenador’) con que nos es presentada la información en la pantalla me proporciona ya de entrada la relajación necesaria para sumergirme en la lectura. Qué delicia, la mesa está impecable, sólo el portátil y una taza de café. Todo lo que necesito está perfectamente organizado en los archivos digitales.
Hace unos años me compré un lector digital (e-book) y desde entonces he venido reduciendo aun más mi contacto con el papel. Aclaro que no tengo nada en contra de los libros impresos, al contrario. Yo soy de esa gente a la que le gusta entrar a las librerías a ver qué hay de nuevo, y de viejo, y me demoro hojeando y ojeando los libros. Al final casi siempre termino comprando algo. Pero desde que tengo el lector digital soy mucho más selectiva. Ahora solo compro libros impresos que considero que vale la pena hacerles sitio en la repisa de mi biblioteca en donde parece que no cabe un libro más. El resto, es decir, los que quiero leer pero que considero que no vale realmente la pena conservar, lo compro en edición electrónica. Si quiero, los puedo guardar en el archivo de la maquina, pero también los puedo eliminar con un clic sin el menor remordimiento. Son libros para pasar el rato. Los otros en cambio los prefiero en papel porque sé que cualquier día de estos los volveré a abrir. Así por ejemplo, Vida y destino de Vasili Grossman lo compré en papel. En cambio me dije que On Chesil Beach de Ian McEwan –un autor que me gusta bastante— no se merecía un centímetro en mi apretado armario y ahora reposa inmaterialmente en mi e-reader.
Durante estos años he estado especulando sobre mi experiencia con la lectura de libros literarios en un lector electrónico. Al principio tenía la impresión de que la lectura de una novela en versión digital se parecía más a la visualización de una película. Tenía la impresión de que leía como si estuviera viendo, no las palabras sino las escenas y las situaciones, y estas se desarrollaban no en mi cabeza sino externamente. Como en una pantalla de cine. Después de un tiempo me puse también a examinar cómo era la situación con una novela impresa, para comparar ambos procesos de lectura. Y bueno, no fue fácil llegar a una conclusión que me resultara convincente. ¿Había diferencia, sí o no?
En estos momentos tiendo a creer que no la hay. Una palabra escrita a mano, con máquina de escribir, fotocopiada, impresa en papel o generada electrónicamente es la misma palabra, remite a la misma imagen o concepto que se creará el lector en su cabeza. Los fanáticos defensores del papel insisten en que la relación con un libro impreso va más allá porque tiene también que ver con el olor de la tinta y de las hojas de papel, con el tacto y blablabla. Es gente a la que le gusta agarrar los libros, sobarlos y olerlos. Le pasarían la lengua si pudieran. Estoy de acuerdo, pero esta es la relación con el objeto libro, no necesariamente con el contenido del libro, con los personajes, la narración, las descripciones, las ideas expuestas, etc. Un libro de cocina puede resultar oliendo igual que la Crítica de la razón pura de Kant.
Ahora que la palabra impresa parece estar en crisis –editoriales, librerías, periódicos y revistas en todo el mundo están despareciendo del mercado o están evolucionando hacia formas exclusivamente electrónicas– muchos tienden a ver esto como el fin de la palabra a cambio de la imagen. Me refiero a la palabra escrita no importa dónde ni cómo.
A propósito de esto, el otro día me encontré en internet con un excelente ensayo en la versión digital de una famosa revista, sobre la evolución de la publicación de libros y su lectura desde las épocas del papiro hasta el pixel. El ensayo examina la transformación del libro a lo largo de los siglos, cómo se han escrito, se han publicado y se han vendido los libros desde la época de los romanos hasta hoy.
Los libros que los antiguos romanos escribían en rollos de pergaminos fueron transferidos varios siglos después a libros encuadernados o a códices. Otros siglos después, fueron escritos a manos por los monjes en los conventos, y después del siglo XV reproducidos en imprenta. A partir de entonces, cualquiera que se pudiera pagar un ejemplar podía poseer, por ejemplo, una edición impresa del de Officiis (Sobre los deberes, escrito en papiro en el año 44 a de C) de Cicerón. Varios siglos más tarde, en el siglo XX la obra de Cicerón se habrá publicado cientos de miles de veces en tapa dura o en versión de bolsillo, haciéndola accesible a todo el mundo. Y desde comienzos del siglo XXI los lectores tenemos la opción de comprar una edición impresa fina o rústica de esa obra, o comprarla en e-book para ponerla en nuestros lectores digitales, o simplemente descargarla por internet en el ordenador.
Como señala el autor del ensayo mencionado antes, las palabras del libro de Cicerón no han cambiado ni en una coma, lo que ha cambiado, lo que ha sufrido una tremenda metamorfosis, ha sido su medio de transporte al lector. Sin desconocer el encanto visual o táctil que se debe experimentar frente a un viejo manuscrito, por la fantasía que desencadena la presencia de un objeto antiguo, yo podría ahora leer el de Officiis en un antiguo códice o en una versión ePub en mi lector digital y sacar del libro exactamente las mismas enseñanzas.
Independientemente de los cambios de la técnica la palabra escrita permanece. Los libros ya no se escriben, se publican, se venden y se leen como antes, pero se siguen escribiendo, publicando, vendiendo y leyendo libros en el mundo de muchas maneras. El otro día alguien me contó que había leído El Círculo de Dave Eggers en Spritz, una nueva tecnología por la cual en la imagen solo aparece una palabra a la vez. El lector determina la velocidad en la que quiere que se sucedan las palabras. ¡Fantástico!
Es más, en el acto de escribir libros parece que estamos volviendo a las costumbres antiguas. El fenómeno cada vez más generalizado del escritor que se autopublica no tiene nada de novedoso. En la época de los romanos no existían las casas editoriales. Cicerón escribió él mismo a mano su de Officiis, o se lo dictó a Tiro, su esclavo ilustrado que era como su secretario privado. Cuando estuvo listo, organizó una fiesta de lanzamiento en su casa invitando a sus amigos, a filósofos y políticos y al mayor número de gente posible. Después lo mandó a copiar muchas veces y envió las copias a las bibliotecas del imperio. Hoy día un escritor -famoso o totalmente desconocido- puede recorrer un trayecto similar y al final colgar su libro en Amazon o en cualquier otra plataforma global de libros. La palabra escrita está más viva que nunca.
Hola Amira, me encantó este artículo. Te mando un abrazo. Demir Pereyra Periodista Corresponsal Diario La RepúblicaCoordinadora de Prensa Multimedio demirpereyra@hotmail.com cel. +59891 333 010 Dolores – URUGUAY
Date: Fri, 31 Oct 2014 16:00:25 +0000 To: demirpereyra@hotmail.com
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Gracias, Demir. Saludos.
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