Estas fueron las palabras del hombre que se me acercó el otro día en el aeropuerto Mariscal Sucre de Quito mientras esperaba en la fila para dejar mi equipaje y registrarme en un vuelo con destino a Ámsterdam.
A mi mente vinieron enseguida los informes y noticias leídos recientemente sobre el aumento de mujeres encarceladas en las grandes ciudades latinoamericanas por transportar unos gramos de cocaína, a veces en el estómago, a veces simplemente en la maleta. Más mujeres que hombres hacen el trabajo de ‘mula’ del narcotráfico. No es de extrañar pues que en las colas de los aeropuertos los agentes antinarcóticos nos tengan el ojo puesto. Una mujer viajando sola es una potencial drogodelincuente.
—¿Qué lleva en la maleta? —preguntó el hombre vestido de civil mostrándome su acreditación de policía.
—Bueno…, lo que se acostumbra a llevar en las maletas cuando vamos de viaje: ropa.
No le hizo gracia el comentario. En ese momento me acordé de que, ¡ups!, la mayoría de la ropa que llevaba estaba sucia. Era mi viaje de regreso después de dos semanas en Ecuador y Colombia. Ropa sucia envuelta en bolsas plásticas bien cerradas para no contaminar lo poco que quedaba limpio. El vestido de baño que no había tenido tiempo de secarse iba húmedo en una de esas bolsas. ¡Qué fastidio tener que abrir y mostrar todo este desorden! No por nada existe en el español esa expresión de ‘sacar los trapos sucios al sol’. En este caso era literal.
Mientras abría la maleta miraba por el rabillo del ojo al agente. En su expresión el hombre trataba de disimular cierta ansiedad. Un deseo mal camuflado de que de aquella inspección resultara algo, que, por ejemplo, al desdoblar una toalla apareciera algo sospechoso, que dentro de un zapato se hallara alojado un inesperado bultito cuyo contenido bien iba a valer la pena examinar más de cerca, que la barra del desodorante no fuera tal sino un tubo de cocaína líquida como la que habían descubierto en una maleta unos días atrás en otro aeropuerto. ¡Oh, Dios, que aparezca algo que me haga el día, que sirva para ganarme aunque sea unas palabras de reconocimiento de mi jefe, unos gramos de cocaína escondidos en medio de una bolsa de ropa sucia no le vendrían nada mal a mi prestigio de agente antinarcóticos acreditado en la tarjeta que llevo escondida en el bolsillo de la camisa!
Pero no había nada ni en los zapatos, ni en los bolsillos de la maleta ni en ninguna parte. El desodorante, que él destapó y olió, era de verdad un desodorante común y corriente. Por el rabillo del ojo yo no dejaba de ver la evolución de la fingida frialdad de su rostro. Cuando ya casi habíamos concluido, cuando ya no quedaba más por abrir para mirar y olfatear, le adiviné en la cara una casi imperceptible señal de decepción, de fracaso, y yo diría que de cansancio. Se había equivocado con esta pasajera. Había perdido su tiempo. Había perdido las ilusiones de dar con un botín. Casi llegué a sentir tristeza por él. Casi llego a lamentar no haber podido ayudarlo. Que cerrara todo de nuevo, ordenó recuperando su aire profesional mientras dirigía la mirada a otra parte, mi maleta a todas luces ya no le interesaba. Ahora miraba lo que sucedía afuera. La cola frente a las ventanillas de la compañía aérea había aumentado. Ahora que había perdido todo interés en mí vi que tenía sus ojos puestos en dos muchachas que esperaban el turno con sendas maletas. ¿Habría algo más que ropa en el equipaje de esas dos amigas a punto de abordar un avión que las llevaría a Europa? En estas filas de aeropuerto dos mujeres jóvenes son un buen blanco de sospecha. Y hacia ellas se lanzó con aire decidido mi agente con los deseos y las esperanzas renovadas. Con un poco de suerte algo interesante podría surgir de los pantis y de las medias de esas chicas.
Un detalle final de esta anécdota es que en mi maleta yo llevaba algunos folletos de un grupo pro-cannábico ecuatoriano que había participado en la misma reunión que yo en Quito. El agente sólo había sacudido la pila de papel a ver si caía algo pero nunca se detuvo a ver las imágenes ni a leer ninguno de los títulos. Me pregunto qué cara habría puesto.