A propósito de la Septología de Jon Fosse

Jon Fosse

Una de las cosas buenas de la Septología de Jon Fosse es que no es una obra tan extensa como su título sugiere. 729 páginas en la edición impresa. Y esto, insisto, aunque suene trivial, es ya un mérito en sí, especialmente en estas épocas en las que muchos autores escriben tan largo. Tan innecesariamente largo. Trilogías y tetralogías con miles de páginas. ¡Justamente en épocas en las que la gente lee menos, por estar ocupada viendo series de televisión de diez temporadas!

No es fácil entrar en Jon Fosse, premio Nobel de Literatura 2023. No es fácil penetrar en su estilo, en su uso no ortodoxo de la sintaxis, que se revela ya en títulos como Yo es otro, y en su peculiar manejo de la puntuación. A veces los párrafos comienzan con minúscula. Su estilo de escritura hace pensar en un rumiante que mastica y mastica las palabras, las traga, las digiere, y las devuelve a la boca para seguir masticándolas. En la última parte del último libro pasan por la cabeza de Asle, el protagonista de esta historia, de manera revuelta, las palabras, las imágenes la gente, los paisajes que han conformado su larga y cansada vida. Pasan como un remolino, así por ejemplo dice: charlan irse a casa ella tirada el hijo duerme irse a casa ella tirada ella tirada en el suelo apenas respira ambulancia el niño que llora el Niño llora chilla ambulancia él y el hijo ella le escribe cartas y él piensa que va a agenciarse un perro y luego una barca una barmar llora y llora se encuentran se besan comer juntos él bebe hay que tener barca y perro y ella llega y se sienta exposiciones pintura al óleo lienzo bastidores tiene que buscarse un sitio donde vivir”.

Todo esto que debería sonar inconexo, sin embargo tiene sentido para el lector llegado a este momento de la narración. Es el torbellino de pensamientos que gira en la cabeza de un Asle viejo y agotado. Agotado incluso como artista, próximo al fin.

Su estilo narrativo cansa al principio. La suya es una ‘prosa lenta’. Pero una vez le has cogido el paso a esta lentitud, empiezas a encontrarle la gracia. El tema está en que, para ‘cogerle el paso’ hay que tener paciencia. Paciencia, con P mayúscula. Algo que no nos sobra en estas épocas de ritmos acelerados que vivimos. Pero sin darnos cuenta, en algún momento, nos sentimos atrapados en la Septología, con una sensación que debe ser parecida a esa de irse deslizando lentamente en las profundas aguas de un fiordo noruego. La obra es como un cuadro interior en el que nada está completamente claro.

Fiordo noruegoFoto de Victor Antonov, en Unsplash

En Jon Fosse no hay humor, no hay cinismo, no hay tomadura de pelo, esas cosas que gustan fácilmente. Jon Fosse es un autor de otra época. De cualquier época pasada. Un autor que se mete con los grandes temas: Dios, Muerte, Amor, Amistad, Arte, Tiempo.

El tiempo fluye, no de pasado a presente sino a veces también a la inversa. O como momentos que se superponen. Que se contraponen. Que se entrecruzan, en la confusión de palabras y frases de todas las épocas de la vida de Asle, de las cosas vividas hace años, y de las cosas del presente. Es un tiempo neo-proustiano, sin la pasión del París de antaño, sino como recortado en los blancos gélidos del paisaje escandinavo.

En cuanto a Dios, a medida que avanza la obra se va haciendo más presente. El personaje deja de ser ateo y se convierte en un fervoroso creyente. La fe también es conocimiento, piensa. Abraza el catolicismo. Jon Fosse nos entrega párrafos completos del Padrenuestro y del Avemaría en latín. Porque en esa lengua suenan mejor los rezos, que el reza continuamente con el rosario que le dio Ales, su mujer muerta, y que él siempre lleva colgado al cuello. Asle está fascinado con el misticismo especulativo del Maestro Eckhart. Aunque yo diría que el Dios de Fosse se parece más al Dios de Spinoza, a esa totalidad que está en todas partes, y de la que todos formamos parte.

El artista Asle pinta cuadro tras cuadro, todos muy buenos, dicen los críticos. Sus cuadros se venden, y están en las galerías de arte y en los museos del país. Asle dice que pinta para sacarse las imágenes dolorosas que se le presentan en la cabeza. Y aunque él mismo cree en la calidad de su arte, siempre que puede nos recuerda que lo único que le importa es que los cuadros le den para vivir. Llama la atención el hecho de que Fosse no hace casi nunca una descripción de los cuadros de Asle. Sabemos que al principio era más figurativo, y hay sugerencias de que se ha ido volviendo cada vez más abstracto. Ha hecho retratos de personas. Todavía hace retratos, como el último que hizo de Guru, una mujer a la que casi no conocía y que sin embargo fue capaz de retratar tal como era ella. Pero incluso ahí no sabemos qué estilo usa. El único cuadro que se describe es el que Asle considera su mejor obra, la Cruz de San Andrés, “dos rayas que se cruzan más o menos por el medio, una marrón y otra morada”. Pero es tan críptica la imagen, que habría que saber un poco más de la historia de la cristiandad para encontrarle una explicación a ese símbolo. Una pequeña búsqueda en Internet me llevó a que la Cruz de San Andrés es una representación de humildad y sufrimiento. Algo que casa bien con el espíritu de Asle, pensé. Pero la cruz representa también al caudillo invicto en la batalla. Bueno, quizás es mejor no buscar explicaciones para todo.

¿Qué es más real, lo que se vive o lo que se imagina? Asle tiene un doble, otro Asle con vida propia, y hasta muerte propia. ¿Cuál es la naturaleza de la realidad en la vida de los dobles? Este es un doble incómodo porque no llegamos a saber con certeza que Asle hubiera preferido vivir la vida de aquél, la del otro Yo. O hasta qué punto fue de verdad su amigo. El amigo que se inventó. Asle se mira a sí mismo. Y mira cómo se hunde esa otra versión de sí mismo.

Seguramente a mí me pasó lo que a muchos: antes del Nobel no conocíamos ni el nombre de Jon Fosse. Y como suele suceder, después de anunciado este premio, comienzan a hacerse rápidamente nuevas ediciones de sus obras publicadas, traducciones, reseñas, entrevistas por todas partes. De modo que su salto a la esfera literaria internacional pareció suceder de un día para otro. Ya veremos cómo lo trata el tiempo, si este autor llega a convertirse en un imprescindible en las bibliotecas. Por lo pronto, lo único que se puede decir es que, desde luego, este no es un libro para gente impaciente, para las mentes aceleradas de nuestros tiempos.

Ilustración de Niklas Elmehed

2 opiniones en “A propósito de la Septología de Jon Fosse”

  1. Me encanta la prosa lenta de Fosse sin haber leído Septología. Pero en Blancura está el juego de vida y muerte, realidad o irrealidad. Dios presente en el bosque, en la nieve, en la piedra, en la luna y las estrellas a la manera del dios de Spinoza. Un monólogo interior entre culpas, desasosiegos, dudas y certezas y nuevamente dudas e igualmente cuadros pictóricos entre abstractos y figurativos. Quién habla? el vivo? o el alucinado perdido en el bosque? o un otro en una dimensión distinta? Así se desarrolla la narración.
    Me encantó tu reflexión, tu acopio de de asociaciones con Septología. Fosse el noruego nobel de literatura…

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