El París de Emily y el París de las banlieues

En nuestra época, todas las grandes ciudades se caracterizan por un cierto nivel de apartheid. Los ricos suelen ser muy ricos y viven en barrios espléndidos. Los pobres en sus barrios exhiben su pobreza. Y aunque ambos grupos viven en espacios relativamente cercanos, sus mundos casi no se tocan, hay fronteras invisibles que limitan el movimiento de unos y otros más allá de cierto punto.

Quienes hayan visto la serie de Netflix, Emily in Paris, habrán recibido la imágenes de un cierto París, que aunque a veces parezcan un poco estereotipadas, también son verdaderas. Emily se mueve en el mundo de la moda francesa, los perfumes, la lencería fina, los restaurantes caros y glamourosos, los hoteles de lujo y las galerías de arte, cosméticos y ateliers de haute couture. Su entorno es el de los ambientes de la Isla de la Cité y otros distritos elegantes. Si atraviesa uno de los puentes del río Sena, entonces será el puente más chic de la ciudad, el Alejandro III. Si sale a pasear, lo hará por el jardín del Palais Royal. Y si entra a un café no será cualquier café sino al Café de Flore. Alguno de los personajes vive en un chateau, naturalmente. En el París frívolo de Emily solo existen hombres y mujeres atractivos, como la misma protagonista que siempre va perfectamente peinada y maquillada, y vestida con trajes llamativos.

Dicen que Emily se ha vuelto tan popular que ha aumentado el turismo caro en París, para beneficio de hoteles y restaurantes exclusivos. Hay incluso visitas guiadas a los lugares que aparecen en la serie. Entre paréntesis añado que no todo el mundo está contento con esto, porque ahora Le Flore —ese lugar casi mítico en donde en el siglo pasado se daban citas los surrealistas, los existencialistas, filósofos, escritores, y en donde en 1941 Simone de Beauvoir le dio cita a Sartre recién liberado de un campo de prisioneros en Alemania— ahora está lleno de seguidoras de Emily haciéndose selfies que terminan en los muros de Instagram. L’air du temps.

En el Flore – Adivinen quiénes son.

Cada vez que puedo vuelvo a París, una de las ciudades importantes del llamado ‘primer mundo’. Esta vez mi visita coincidió con la revuelta de los barrios populares, las famosas banlieues. Se han hecho tan famosas que en el cine francés contemporáneo hay un género con este tema. En esta oportunidad no se trató de una protesta al estilo de los chalecos amarillos, una manifestación popular hace un par de años contra la pérdida del poder adquisitivo, la injusticia fiscal y el alza en el precio de los combustibles. Tampoco tuvo nada que ver con la revuelta por la reforma de las pensiones. Dos grandes movimientos recientes contra las políticas del gobierno de Macron. En esta oportunidad, el disparo de un policía que acabó con la vida de un chico de la banlieue, puso de nuevo en evidencia otro de los grandes problemas de Francia: la exclusión de una parte de la población, algo que desde hace décadas viene generando un malestar social que a veces, con cualquier pretexto, estalla con violencia.

Manifestación de los Chalecos Amarillos en París, febrero de 2021 – Foto de Oscar Brouchot, en Unsplash

Los jóvenes (en su mayoría adolescentes) que salieron en días pasados a romper vitrinas, saquear tiendas y almacenes, quemar carros y buses de transporte público, atacar las alcaldías locales, las escuelas, son los nietos de la primera generación de inmigrantes provenientes del Magreb y del África subsahariana. Estos chicos, aunque son franceses de nacimiento, sienten que el Estado no los considera como tales, se sienten discriminados por su apellido extranjero a la hora de buscar empleo, víctimas de la violencia policial, condenados a vivir en apartamentos de edificios deteriorados en la periferia de las ciudades. Se sienten ciudadanos de segunda, de ahí el resentimiento hacia las instituciones, particularmente hacia la policía. Incluso los hijos y nietos de inmigrantes que sí han logrado salir del gueto, que han realizado estudios superiores y se han integrado en la vida económica y social del país, dicen sentirse discriminados y humillados por su raza o por su origen étnico.

Esta imagen fue publicada en Courrier International, febrero de 2014

Mientras la primera y la segunda generación de extranjeros asentados en Francia no se quejaban, estaban dispuestos a aceptar la exclusión y las injusticias calladamente, los jóvenes de hoy se atreven a expresar su malestar, por desgracia a veces con una violencia que solo resulta contraproducente. Como quemar las escuelas, lugares a donde se supone que van los niños a aprender y a asegurarse un mejor futuro.

Uno puede ir en el RER (metro rápido) desde L’Île de la Cité a cualquiera de los suburbios pobres de París en menos de media hora. Y sin embargo, la distancia social y económica entre estos dos mundos es de muchas décadas, es una distancia que se ha venido construyendo desde los años sesenta del siglo pasado cuando la ciudad comenzó a construir esas grandes masas inmobiliarias que son las banlieues para albergar a los extranjeros que llegaban a suplir la mano de obra que el país necesitaba para su desarrollo industrial. Son dos mundos aparte. Apartados.

Y por supuesto, entre el París de Emily y el del chico que la otra noche rompió la vidriera de la parada del tranvía cerca de mi casa, está la mayoría de la población francesa, extraña tanto al uno como al otro.

6 opiniones en “El París de Emily y el París de las banlieues”

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.