Después de haber pasado cinco años en Berlín separando religiosamente el plástico de los otros desechos, regreso a vivir a Ámsterdam para encontrarme con que en esta ciudad ya no se separa esta basura. No se imaginan lo difícil que es romper con un hábito de un lustro y empezar de nuevo a tirar en el balde de la cocina, junto con las cáscaras de naranja y de banano, las cortezas de zanahorias, papas y restos de comida, los envoltorios plásticos del queso y el montón de polietileno en el que vienen envueltas las verduras que se compran en el supermercado. Nada más la visión de esta heterogénea mescolanza de desperdicios, visión escabrosa, me hace sentir que estoy cometiendo un delito.
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