Desde la ventana del piso 14 del Charité

Yo nunca he hecho buenas fotos. Ni cuando las cámaras eran cámaras nada más, sin teléfono. Pero con la foto de aquí arriba estoy contenta. Es una vista de Berlín desde la ventana de mi habitación en el piso 14 del hospital Charité. Y eso que tiene el agravante de haber sido hecha al tercer día de haber pasado yo por una pesada operación que me tenía aún viviendo en un estado semiborroso de la realidad. Cuando mirar por la ventana era todavía mi única forma de entretenimiento.

Normalmente no escribo en mi blog sobre asuntos personales pero hoy voy a hacer una excepción, teniendo en cuenta que se trata de una experiencia muy fuerte que me sucede en el contexto berlinés (del blog) en el que todavía me encuentro viviendo…, aunque no por mucho tiempo más. Cuando empezó la crisis del corona y el confinamiento recuerdo que me dije, espero no enfermarme en estos tiempos. Porque no es el mejor momento para ir a buscar ayuda en los hospitales. Pero las cosas no siempre suceden como uno las espera, y ¡zas!, mi espalda me jugó una mala pasada. Y así fui a dar con mis huesos al Charité. El mejor hospital de Alemania, me dijo el otro día una vecina. Ah, bueno.

Sentada junto a la ventana de la habitación contemplo mañana, tarde y noche la vista de esta parte de la ciudad. Allí está el Reichstag, el Parlamento, con su cúpula de cristal. Por la noche la cúpula es azul. Desde aquí veo pasar a lo lejos el S-Bahn y los trenes que van a la Hauptbahnhof, la estación central. Si la ventana está abierta alcanzo incluso a oír el chirrido de los trenes ICE en los rieles. Por la Luisenstrasse caminan grupos de personas. Allí están también el Naturkunde Museum, la Kanzleramt, la Cancillería de Alemania, El Sony Center, la Columna de la Victoria (Siegessäule) con su ángel dorado que se hizo tan famoso después de la película de Wim Wenders, Der Himmel über Berlin. Y si hago un pequeño esfuerzo y miro hacia la izquierda, no sale en esta foto pero ahí está, incluso la torre de la televisión, el ícono de la ciudad.

Oculto entre los edificaciones de ladrillo rojo del siglo XIX, los antiguos pabellones del hospital, hay un parque. No se aprecia bien en esta foto, pero yo sé que en uno de los recovecos de ese parque hay un quiosco en donde en este momento debe haber gente haciendo cola para comprar un café, o un té, que después irán a beber en una de las bancas blancas esparcidas por toda el área. Es un lugar idílico que te hace olvidar por un rato que no lejos de allí cruza la Invalidenstrasse con su pesado tráfico a toda hora.

Todas las ciudades tienen un cielo pero, quién sabe porqué, el de Berlín siempre parece más grande. Esta otra foto, tomada otro de esos días, tiene de curioso que revela en silencio el fuerte viento que está golpeando en ese momento la ciudad. Las banderas de Alemania se ven rígidas como si fueran de cartón. Junto a ellas, también rígida aunque tampoco se vea mucho en la foto, la bandera de la Unión Europea. Claro, no podía faltar en el país más europeísta de Europa.

Lo que se ve desde un piso 14 es un paisaje estático, cargado de sonidos, de voces, que no se sabe de dónde provienen exactamente; de movimientos fugaces de vehículos que parecen de juguete. De vez en cuando se oye un helicóptero, a veces visible, a veces invisible desde mi ángulo de visión. Mirada así, se diría que no pasa nada en la ciudad. Que todo es tranquilidad. Cierro la ventana y todo queda en silencio.

El sábado amaneció precioso afuera. Después de días seguidos de nubarrones, desde temprano esa mañana el sol comenzó a filtrarse por las delgadas líneas paralelas de las persianas que se habían quedado a medio cerrar en la noche. Poco antes del mediodía comenzaron a llegarme por la ventana los ruidos de una manifestación. Ah, sí, me acordé, una protesta planeada en la Calle del 17 de Junio por los que se oponen al uso de la mascarilla anti-corona. El bullicio era todavía lejano, pero cada vez se hacían más claras las sirenas de la policía. Un altavoz pronunciaba cosas ininteligibles. No vi nada, pero la algarabía duró todo el día. Después me enteré de que esa noche, un grupo de neonazis intentó entrar en el Parlamento pidiendo democracia y libertad (libertad para no usar la mascarilla) y dando vivas a Putin. ¡A Putin, nada menos! Qué diría el ruso Navalny si los oyera.

Pues en alguna parte de la enorme mole blanca que es el Charité estaba todavía envenenado y en coma Navalny. Quién estuviera en coma, llegué a pensar una noche. No me dolería tanto la espalda. Desde su llegada, unos días antes, muchos medios de prensa plantaron sus cámaras a la entrada del hospital. Pero a falta de nuevas noticias las fueron retirando, y el domingo solo quedaba una. Un camarógrafo persistente, en el ángulo derecho inferior de esta foto, bajo la señal del paso de cebra.

Estar en un hospital es como estar en el limbo. Es como un tiempo entre paréntesis, lo que sucede entre los dos corchetes, que no es muerte ni es vida, es espera. La vida sucede afuera -los ruidos que me llegaban por la ventana- lo que sucede adentro es solo una rutina que se desarrolla pesadamente en un decorado blanco y aséptico, en medio del letargo de las habitaciones y de los largos pasillos por donde el personal arrastra camillas y sillas de ruedas. Adentro, los pacientes se aburren mientras esperan. Esperan la próxima dosis de la medicina. Esperan a que el médico…, a que la enfermera. Nunca el significado de una palabra había quedado mejor encajada con su significante. Paciente viene de paciencia.

En el Charité, lo único que llegaba a la hora indicada era la comida. Los horarios eran precisos. Lástima que la comida fuera espantosa. Un día me dieron de almuerzo un arroz con leche tibio y dulce. Pensé que se habían equivocado, que ese era el postre, un bol enorme, una porción como para seis personas. Y dos galletas. No se habían equivocado. Lo menciono por no dejar porque esta es la clase de cosas que a uno no le importa cuando recién le han perforado la espalda. En ese estado hasta un bacalao a la plancha me hubiera dejado indiferente.

El de los hospitales es un mundo jerarquizado que hace pensar en el ejército. Hasta el color de los uniformes denota el estatus de las personas que allí trabajan. El color lila es el más bajo, el de los que barren, trapean suelos y lavan inodoros. Los enfermeros y enfermeras van de azul. Los médicos, por supuesto, van siempre de blanco. Pero hay una figura que reina por encima de todos. Es el Professor, que viene a representar como la aristocracia del hospital. El Professor es una especie de dios porque nunca se le ve, pero se habla de él (los médicos hablan de él) con un profundo respeto. Antes de atreverse a emitir un juicio sobre el resultado de un análisis, los médicos te advierten que es mejor esperar la opinión del Professor. Yo nunca llegué a ver a uno de ellos, y sin embargo sé, porque me lo dijeron, que el Professor debió entrar en el quirófano en algún momento durante mi operación. Entró a ver cómo les iba a sus pupilos médicos con mi espalda, y, por fortuna para mí, a dar su absolución.

Pero si los días son tediosos, qué decir de las noches. Especialmente porque las noches comienzan ya a las siete de la tarde cuando todo el mundo habrá terminado de cenar y ya no hay nada más que hacer salvo comenzar con la rutina nocturna. A partir de entonces se siente el paso de las horas minuto a minuto. No puedes dormir, y el reloj del móvil pone que solo son las dos de la madrugada. Tendrán que pasar cinco horas todavía para que la rutina diurna recomience.

A las siete entrará la enfermera de turno con las dosis matutinas de medicamentos. Le pediré que levante la persiana, y yo me pondré de nuevo a mirar por la ventana. Afuera todo estará exactamente igual que ayer.

15 opiniones en “Desde la ventana del piso 14 del Charité”

  1. Estupenda crónica, Amira; me ha gustado mucho (disfruto muchísimo de las crónicas, más cuando están bien escritas). Cuando comencé la lectura me sentí identificado porque en algún momento me sucedió lo mismo que a ti: una emergencia médica que terminó en una operación de urgencia y de la que también, si ser amante de compartir cosas personales en el blog, dejé constancia allí, más que nada por agradecimiento a quien, sin exagerar, puedo decir que salvó mi vida.
    Ahora, con respecto a tu texto, qué decir, me llevaste de paseo por ese Berlín que veo que pronto abandonarás (¿tendremos más crónicas del nuevo destino? En lo personal me gustaría mucho, por cierto).
    Me alegro que ya te encuentres repuesta (o en camino cierto a estarlo de manera definitiva) y que te hayan tratado bien en el «mejor hospital de Alemania» (menuda anécdota te queda).

    Un abrazo.

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    1. Gracias por tu generoso comentario, querido Borgeano. Yo creo que los lugares, las ciudades sobre todo, para decir que las conocemos, hay que vivirlas. Este año completo cinco años en Berlín, y creo que puedo decir que en este tiempo he aprendido a conocer al menos una parte importante del espíritu de esta ciudad. Y digo una parte porque esta es una ciudad compleja (bueno, todas lo son) no solo por las cicatrices todavía visibles de la historia del siglo XX, sino por su transformación demográfica después de la caída del muro. La ciudad se ha reinventado en tres décadas, y esto la hace excepcional, no hay dos berlines. Hace unos años el alcalde de la ciudad dijo que «Berlín es pobre pero sexy». Creo que ahora es cada vez menos pobre pero sigue siendo sexy. Un abrazo.

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      1. Te entiendo perfectamente, Amira. Yo hace un mes terminé mi segundo libro de viajes (el viaje como tema filosófico y como experiencia personal) y coincido en tu mirada sobre que a las ciudades hay que vivirlas para poder llegar a conocerlas, al menos, en sus aspectos esenciales. Cuando no he tenido la oportunidad de permanecer tanto tiempo en ellas lo que hago es perderme, dejarme ir y, sobre todo, tratar con conectarme con la gente local. Poco importan los grandes monumentos; la verdadera ciudad está siempre en otro lado ¡incluso la nuestra! En este blog hay una entrada que se titula «Turismo local» (la cual usé en mi primer libro) que nos recuerda que, muchas veces, ni siquiera conocemos bien el sitio donde hemos nacido.
        ¡Todo es aprendizaje, si se quiere!

        Un abrazo.

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  2. Hola Amira, espero que hoy estés mejor. Supe por Channah de la operación a la que te sometiste y de cómo a pesar de ésta el dolor continua allí, perseverante… La descripción del tiempo que no parece transcurrir cuando se está enfermo en una habitación de hospital; de cómo el mundo parece haberse reducido a lo que pasa frente tu ventana o a lo que alcanzas a atisbar si agudizas la vista o si te paras y te estiras para ver un poco más allá de los árboles, del ángulo de la calle… todo es tan vívido y cierto que deja sentir tus estados de ánimo y esa ironía de la que a veces hechas mano para hacer más claro aquello que sientes y vives. Gracias por tu escrito. Recibe un abrazo grande desde Bogotá y mis deseos porque pronto estés en el balcón de tu apartamento viendo y respirando otra atmósfera. Claudia Rodríguez

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  3. Querida hermana, habiendo vivido en un par de ocasiones tu experiencia de hospitalizada por sendos procedimientos quirúrgicos, debo decir que en mi caso particular no tuve el fino humor y la paciencia descriptiva con la que hoy nos deleitas. Ya Navalny en su desgracia quisiera ser poseedor de ese humor y calidad de retórica del que haces gala mirando desde «tu ventana del piso 14 del Charité». Ya el «Professor» hubiera querido bajar de su Olimpo para catar de la «ambrosía y el néctar» de tu pluma… Mis mejores deseos por tu pronta recuperación Amiraquita. Te quiero mucho.

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  4. Amira querida, qué precioso modo de decir! me has dejado tan emocionada de leerte. A Charité le debo dos vidas: mi renacimiento mediante una operación de hipófisis y el nacimiento de mi hijo. Cuanto lamento te vayas de Berlin mucho me gustaría que hicieramos algo aunque con distanciamiento social para verte y oirte de nuevo. Reviví cada una de las cosas que cuentas. No sé cuanto tiempo más estarás me quedo con deseos de visitar el Museo de arte contemporaneo contigo.

    Un beso y abrazo grande, y mi admiración siempre

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    1. Gracias por tus palabras, querida Laya. Me encantaría ir contigo al Hauptbahnhof Museum antes de irme, y sobre todo, antes de que lo cierren, porque por desgracia, van a cerrar ese precioso museo para construir todo un complejo de edificios de apartamentos costosos. Este proyecto de hecho ya ha empezado y el museo se ha salvado hasta ahora, pero no va a durar mucho. Un abrazo.

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  5. Hace algo más de 20 años estuve 3 meses internado en un hospital. Tus «Pensamientos en Charité» me han hecho revivir aquellos tiempos. Aunque la situación fue totalmente diferente (Yo estaba en un piso a ras de la calle y el paisaje era más que monótono) el común denominador ha sido el aburrimiento y el ansiado momento de vivir por unas horas la rutina, por más rutina que fuese!! Gracias Amira por entretenernos con tu blog y espero de todo corazón que estés ya restablecida!
    Last but not least…. Adoro Berlín. En mis años de juventud en los 70 del siglo pasado, era mi destino ansiado cada vez que me podía escapar de Holanda. En plena Guerra Fria, Berlín era una ciudad partida en dos, y dos mundos completamente diferentes, pero unidos por ese cielo inmenso que tu señalas. Luego viví cada año la reunificación, cada vez más acelerada. Quisiera vivir en Berlín!!!

    Alfonso Montealegre Moure, Hilversum

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